SOSERÍAS
Pechos y retroactividad
ESTAMOS LOS ciudadanos de esta modernidad fulgurante dispuestos a todo y ya muy entrenados a ver mentiras detrás de cada discurso y detrás de cada rueda de prensa. Nos hemos hecho diferentes, recelamos del político, del tendero, del vecino, del colega, convencidos como estamos todos de que se hallan dispuestos a meternos de matute su particular mercancía averiada. Esta es la realidad y de ella se sigue que el mundo es un grandísimo embeleco y no hay asunto, como se lee en el Quijote, que no se halle mezclado «con la maldad, el embuste o la bellaquería». Aceptar todo esto es una cosa y otra aceptar algo tan terrible como lo siguiente: que el pecho de Marilyn Monroe tenía truco. Así, como suena. Esta dura afirmación no es una patraña ni un señuelo para captar lectores. Porque, suprema prueba documental, en una exposición de casi trescientas fotografías, en las que se incluyen varias con la actriz in puribus, se demuestra que su exuberancia no era un derroche de la madre Naturaleza sino fruto de la industria o la manufactura. Rellenos en el sostén, aros ortopédicos y otras muestras de prestidigitación lograban una apariencia ilusoria, como de encantamiento, a la que contribuía asimismo la imaginación y el calentón que cada cual echaba al asunto. Marilyn pues no tenía esas tetas abundosas, pletóricas, tetas de ofrenda, auténticos exvotos religiosos, que bien merecían un salmo o el mismísimo canto gregoriano, y de las que tanto se escribió y habló en el pasado. No: Marilyn tenía más bien tetitas manejables y terciadas, semejantes a palomitas asustadizas, a gorrioncillos prestos a emprender un vuelo temeroso. No eran pues el gran tronco que echa raíces por el resto del cuerpo al que fortifican, ni el ancla que utilizan las mujeres para evitar ser arrastrada por los vientos, ni la gran pieza de mármol que está esperando la mano cinceladora y atrevida del artista. Eran, gran decepción, frutitas del bosque, fina confitería, cierto, pero incapaces de satisfacer hambrunas sólidas y las secreciones más exigentes de la virilidad. Calmaban, entretenían, pero no saciaban. Y yo, que tantas veces me dormí en mi juventud pensando en esas cucurbitáceas, ahora no puedo dar crédito a las fotos. Fotos desconsideradas porque todo lo aclaran sin que hubiera para ello necesidad alguna, con la peor de las intenciones. Porque, de verdad ¿a quién dañaba que siguiéramos viviendo en esa creencia, al fin de cuentas tan inocente? ¿No es suficiente desvelarnos la verdadera identidad de los reyes magos, del papá Noel y del ratoncito Pérez? ¿No bastaba con la cigüeña y su vuelo desde París? ¿Era de verdad preciso desnudar a Marilyn para vestir nuestros sueños con el manto del desencanto? Porque hoy es natural que no nos creamos nada de lo que vemos o tocamos pues sabemos que existe la rinoplastia, la otoplastia, la blefaroplastia, el microinjerto, el lifting, el botox y la liposucción. Aludo a mi propio ejemplo: yo recibo a diario, en mi correo electrónico, propuestas muy sugerentes para alargarme el pene sin que, por cierto, haya llegado a saber nunca cómo se tiene constancia en los abismos de Internet de la magnitud de mis credenciales. Es decir que todo esto hoy no tiene importancia y ya estamos al cabo de la calle de que un pezón puede no ser sino un garbanzo recubierto y con pretensiones, y que al palpar un muslo nos podemos tropezar, no con la entereza de su altivez, sino con una cánula de liposucción. Sabemos que existe el «surgiholic», es decir, el adicto a las operaciones de estética, como también que se celebran los llamados «botox party», reunión de amigos con cirujano dispuesto a estirar, acortar, succionar, modelar y tensar. Pero a Marilyn le atribuíamos la condición de prodigio, de pecado mortal en estado puro, sin paliativos teológicos, de barranco donde se desploman los vicios, de cielo al que ascienden todas las lujurias. Por eso, para hacer menos amargo el trago, propongo a las autoridades que no otorguen al maldito descubrimiento actual efectos retroactivos.