Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

La boda de doña Camila

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VICTORIANO CRÉMER
León

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LA BODA del señor don Carlos príncipe británico, con la señora Camila, duquesa de no sé dónde, ha movido lenguas y plumas de todo el orbe, como si no hubieran sido bastante los acontecimientos luctuosos de las muertes del Papa Juan Pablo II y del otro príncipe, pero de Mónaco, Rainiero. Y es que el mundo, este mundo que nos estamos haciendo a golpes, no se cansa, no cambia, no medita, como por ejemplo, los muchachos que forman el equipo no se sabe si de tercera o de cuarta división los cuales, sin duda en un rapto de desesperación acordaron reunirse para reflexionar. No un día ni dos, sino unos cuantos días, lo que mueve a pensar que además de tener que ganar los partidos que deban jugar, se ven obligados a meditar sobre las injusticias de este mundo laboral. Y es que, según las noticias recogidas para la prensa local, los tales profesionales del pelotón, llevan sin cobrar sus emolumentos o sueldos o jornales o como hayan de considerarse las retribuciones a las que tienen derecho según contrato, lo que inevitablemente les obliga al ejercicio de la meditación. Sobre todo cuando, según se cuenta y no se acaba, la administración de la Sociedad Limitada no tendrá para abonar sus sueldos a los trabajadores de la patada reglamentada, pero se empeñan hasta el fondo del cajón de las finanzas en adquirir un nuevo «marcador» para los goles que según los cálculos costará un ojo de la cara y la yema del otro. ¿Quién pagará al final estos vidrios tan rotos? Si la afición leonesa no da para un equipo de tercera división, ¿por qué no se conforman con tener uno más modesto en cuarta? Bueno pues la llamada familia culturalista (que por cierto no sé cómo no se les cae la cara al mencionar el término de cultural donde la cultura brilla por su ausencia) está profundamente preocupada, se supone, tanto porque los profesionales contratados no cobran sus denarios, como porque en la ciudad se respira un agrio aroma de boda malbaratada. Y es que en España, siempre tan generosa, no ha dudado en sentirse profundamente interesada o comprometida incluso, con el buen fin de esa boda fenomenal habida entre el príncipe Carlos y su novia de toda la vida, doña Camila. Treinta años y un pico llevaban los amantes, amándose clandestinamente, contribuyendo el uno y la otra al adorno taurino en ambos lados de las respectivas frentes. El príncipe Carlos y la Camila fueron durante cerca de medio siglo ejemplos de escándalo y modelo de resistencia ante las dificultades. Y no es que su odisea asombrara a las estupendas señoras de la España feliz (que haberlas haylas mucho más corretonas) sino que lo que movía a análisis y expectación, era, fue, la facilidad con que la sociedad -la inglesa, la española y la tanzania, entre otras- tragaron tantísimo desmadre. Si Calderón de la Barca levantara la cabeza, no dudaría en desenvainar la espada y echarse a la calle en pos de maridos cornudos y de señoras desbocadas, porque el honor, mi queda amiga, es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios. Y meditando sobre el suceso caimos en la cuenta y sigue de la subversión de los valores éticos impuestos en esta sociedad que no acaba de hacerse, como se hace León, a mano. Y nos viene a la memoria aquella copla apta para la Feria de Abril, en la cual nos encontramos: Treinta años la esperé y viendo que no venía me suscribí al ABC.

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