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CRÉMER CONTRA CRÉMER

Corazón de primavera

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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¡ALBRICIAS! ¡ALELUYA! ¡Alabada sea la ciencia! Al fin, después de tanto sufrir, los leoneses hemos conseguido que quien debe apiadarse de nuestras carencias se preocupe seriamente y nos ha dotado de los medios necesarios para que nuestro pobre y delicado corazón pueda encontrar remedio a sus muchos males. En uno de los últimos días del mes de marzo de este año de muertes anunciadas y singularmente dolorosas, los doctores del Hospital de León procedieron a realizar la primera operación para el rescate de un corazón amenazado de muerte súbita. Y toda la ciudad ha corrido a la Catedral a dar las gracias al santo de su devoción por tan benéfico milagro. Porque hacía años, muchos años, que los leoneses sentían cómo el corazón se les paraba dentro del pecho sin que tuvieran a mano la oportunidad de animarle. Esto, que puede aparecer como un hecho regular, al alcance de todas las sucursales de la Seguridad Social, sin necesidad de moverse del lugar de sus dolencias, ya puede ser atendido con la mayor rapidez posible y con la relativa facilidad con que la ciencia garantiza sus intervenciones. Y estamos tan poco acostumbrados a que se nos proporcionen los remedios adecuados a nuestros males que cuando esto sucede y se produce el milagro social de dotar a un hospital de los medios necesarios para el cuidado del corazón de todos y cada uno, nos parece efectivamente un milagro político, lo que precisamente por esta su condición, nos permite la licencia de no enterarnos. Y ni acudimos a los templos, ni nos manifestamos ante las puertas de los hospitales, ni damos las gracias a los médicos que nos garantizan, en la medida que les es posible y que la ciencia permite, la recomposición de nuestro viejo corazón. Ya no será habitual la lamentación del portador de un corazón roto: «¡Que no me toquen el corazón, madre!» ante la abrumadora amenaza de que toda acción sobre un motor tan sensible como es el corazón pudiera detener su ritmo y dejarnos sin el riego fecundo de la sangre distribuida. Los doctores han hecho su tarea con fervor profesional y con entusiasmo humano y gracias a ellos ya tenemos medios y doctrina para llegar, sin peligro de muerte, a nuestro corazón. El suceso, por su magnitud y por los beneficios que reporta bien merecía una misa. Ni misa, ni rosario ni acción de gracias siquiera. El prodigio se ha manifestado y nadie sabe cómo ha sido. Sin duda nos ha fallado, como siempre, el entendimiento correcto de cómo y cuándo debemos emplear nuestro repertorio de reconocimientos. Si en lugar de algo tan corriente y moliente como dotar de un mecanismo y un formulario apto para los males del corazón, hubiera sucedido que, por ejemplo, es un decir, hubiéramos conseguido que la Cultural alcanzara la Segunda División o que el lanzador de peso hubiera sobrepasado la línea de los 21 metros, seguro que el Ayuntamiento, la Diputación, el Cabildo Catedral y todas las muchachas de la ola, hubieran celebrado el suceso con músicas y danzas, y se hubieran encendido velas y fuegos artificiales al pie o en torno a las sedes milagreras municipal y provincial. Y se hubiera declarado día festivo aquel en el cual los doctores responsables de la cirugía cardíaca habían conseguido al fin disponer de medios para ejercer su función con garantías. En nombre de todos cuantos andamos con el corazón en la mano, temerosos de que se nos detenga, damos las gracias a cuantos han hecho posible el milagro. Que por cierto, no han sido los inventores de tantas ocurrencias inútiles como se practican.

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