| Reportaje | Avances científicos oncológicos |
Los antiinflamatorios y el cáncer
Los científicos han aportado pruebas evidentes del papel que tiene la inflamación crónica en el desarrollo de numerosos tipos de cáncer, como los de digestivo o ginecológicos
En los últimos años se ha demostrado que medicamentos como la aspirina, que son antiinflamatorios, pueden reducir el riesgo de que una persona sufra enfermedades del corazón o de Alzheimer, e incluso artritis reumatoide. Ahora los científicos estudian los efectos de los antiinflamatorios en la lucha contra el cáncer. Tal y como explica el especialista John Newell, en el pasado se creía que las células de la sangre que forman parte del sistema inmunitario, los linfocitos y macrófagos que causan las inflamaciones y que penetran en los tumores, estaban siempre en equilibrio. A veces reconocían los tumores como formaciones extrañas al cuerpo y los atacaban. Pero ahora, gracias en gran medida al trabajo de los profesores Fran Balkwill en Londres y Alberto Mantovani en Milán, cada vez está más claro que esas células, aunque a menudo atacan a los tumores, participan con más frecuencia en casos de inflamación dolorosa que se sabe claramente que contribuyen al desarrollo y propagación del cáncer. Los científicos han aportado pruebas evidentes del papel que tiene la inflamación en el cáncer. En un artículo publicado en la revista científica The Lancet, los profesores Balkwill y Mantovani señalan que es más probable que las células inflamatorias y las citoquinas que a veces se encuentran en los tumores, contribuyan al crecimiento, desarrollo e inmunosupresión de los tumores y no que ofrezcan una respuesta eficaz contra ellos. «Si el daño genético es la cerilla que enciende el fuego del cáncer, algunos tipos de inflamación pueden ser el combustible que alimenta la llama», explican. Inflamación beneficiosa Cuando nuestro cuerpo controla la inflamación, el proceso no sólo es beneficioso, sino esencial. Cuando nos damos un golpe y se forma una herida que se inflama, eso demuestra que los leucocitos responden a las señales químicas producidas en el cuerpo e inundan la zona infectada para matar las bacterias que puedan haber penetrado en la herida. Las células envían más señales químicas en ayuda de la zona afectada, las llamadas citoquinas, para conseguir refuerzos y ayudar a esas migraciones. Sin tales defensas, las bacterias no dejarían de extenderse por todo nuestro cuerpo. La fiebre local, el picor y la inflamación son el pequeño precio que debemos pagar por esa curación y que, una vez eliminada la infección, desaparecen rápidamente. Sin embargo, no desaparecen en las enfermedades causadas por la inflamación. La infección o cualquier daño en los tejidos podría ser la causa inicial de la migración de los linfocitos y macrófagos hacia la zona afectada, pero esa causa inicial se puede «olvidar» fácilmente. En lugar de abandonar la zona una vez ganada la batalla a las bacterias, esos glóbulos blancos se quedan vagando fuera de control. Son unas células tan activas que son capaces de producir errores graves y atacar a los tejidos que deberían defender, como sucede con los de las articulaciones (artritis reumatoide), las fundas de los nervios (esclerosis múltiple) y otras enfermedades auto-inmunes. Incluso sin cometer tales errores, el poder destructor de los leucocitos es tan grande que su presencia puede causar daños graves. Quizás nuestro sistema inmunitario no está preparado para mantenernos durante 70 u 80 años, sino sólo durante 50. La prolongación de la vida humana se ha producido de un modo demasiado rápido como para que nuestro sistema inmunitario se haya podido adaptar tan rápidamente.