EL PULSO Y LA CRUZ
Un hombre llamado Benedicto
NO ha habido en estos días pasados pulso más firme que el que nos ponía en sincronización con lo que sucedía en el Vaticano. La muerte de un Papa y la elección de su sucesor nos desbordaban por todas partes. Era una avalancha de noticias, expectativas y comentarios. Nadie pudo librarse de los pálpitos de esta actualidad. Hasta mi pequeña sobrina de cinco años se paseó durante horas por todos los rincones de la casa canturreando a ritmo de marcha: «Papa muerto; Papa tenemos». Lo último se cumplió en torno a las seis de la tarde del martes día 19. El momento me encontró en la calle y fue el sonido de algunas campanas el que me permitió adivinar que ya se había cumplido el tiempo de espera. Efectivamente había Papa: «Josephum Cardinalem Ratzinger», alemán, de 78 años de edad, que eligió el nombre de Benedicto XVI. Fue, a la vez, una sorpresa y una confirmación. Razones para una elección ¿Qué significaba que, a la cuarta votación, antes de 24 horas de cónclave, al menos setenta y siete cardenales (de ciento quince) se pusieran de acuerdo para ofrecer el Papado a un hombre que aparecía destacado en los pronósticos? Los periodistas, los contertulios, los vaticanólogos y otras especies similares han echado su cuarto a espadas a la hora de desentrañar significados. Nosotros vamos a echar el nuestro. Lo primero que un creyente debe adivinar y asumir es que tras las voluntades y los decires humanos está la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere y con la intensidad que conviene. Aquí también ha soplado. Con celeridad y seguro que con firmeza. Lo segundo es el descubrimiento gozoso de la unidad que existe dentro del colegio cardenalicio, que es tanto como decir de la Iglesia universal, frente a conjeturas aventuradas de algunos observadores. Lo tercero tiene que ser la presunción de la valoración altamente positiva que del nuevo Papa tienen quienes le votaron. ¿Qué pudieron ver en él, para con tanta seguridad echar la papeleta favorable a su nombre? No olvidemos que en la Iglesia, a pesar de todos los pesares, a la hora de la verdad influye mucho la dimensión creyente de la persona; aseguro que los cardenales electores lo primero que sopesaron, a la hora de elegir, fue la fe del candidato. Estén convencidos de que así es. Algunas de sus primeras palabras lo avalan: «El Señor nos ayudará y María, su santísima Madre, está de nuestra parte», dijo. Con toda probabilidad también valoraron mucho las virtudes humanas del elegido. La verdad es que se nota que brotan de sus poros: su sonrisa de niño tímido, las manos nerviosas, sus ojos vivarachos, la afabilidad en el trato, la capacidad de escucha, ... Todo queda resumido en su primera frase: «un simple y humilde obrero de la viña del Señor». Quienes lo conocen bien así lo retratan. A buen seguro que también tuvieron muy en cuenta su sólida preparación intelectual y teológica, avalada por años de estudio y docencia, de reflexión y diálogo. Su prestigio en este terreno es indudable y bueno es recordar que sólo una buena teoría sostiene y anima una excelente práctica. Se adorna además el nuevo Papa de algo muy importante para llevar a cabo su ejercicio de timonel de la barca de Pedro en estos tiempos: su conocimiento, teórico y práctico, de por dónde anda nuestro mundo (con sus corrientes ideológicas y existenciales), cómo late la Iglesia universal (con sus angustias y sus esperanzas) y cómo se las gasta la Curia vaticana (con sus buenas y malas mañas, que de todo habrá, como en botica). Pero estoy seguro de que, sobre todo, el cónclave buscó a la persona que, a su juicio, mejor podía encarnar e impulsar la herencia del difunto Papa Juan Pablo II. Más de veinte años a su lado, en un puesto de suma confianza como era la presidencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe, las sosegadas y confidenciales audiencias privadas, los disgustos compartidos, las esperanzas mutuamente caldeadas, son credenciales que nadie como él poseía en aquel momento. Las cosas estaban claras. Algunos comentaristas así lo apuntaron desde el primer día. Y acertaron. Esperaban y deseaban un Juan Pablo III. Y fue que no. Fue Benedicto XVI. A saber por qué ese nombre, pero algo anuncia, sin duda. ¿Será la «bendición» de Dios? ¿Será la preocupación por la paz? ¿Será la reevangelización de Europa? ¿Será la el ordenamiento interior de la Iglesia? Dios dirá. Que dirá, no lo duden.