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CRÉMER CONTRA CRÉMER

El aula municipal de Cultura

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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PRECISAMENTE CUANDO ME DISPONGO a dejarme arrastrar por la letra y la música de un libro, editado en León y teniendo como autor a un leonés de amor y de costumbre, Jaime-Federico Rollán Ortiz, precisamente en este momento arrancado del silencio en el que me dejo llevar hacia la mar que es el morir, se me reanima el recuerdo de una sugestión elevada muy discretamente al alto estrado municipal, allí donde, al menos en teoría, los gozosos frutos de la poesía y de la prosa tienen asiento. Y es porque, pese a la monumental silueta de palacios y museos, mediante los cuales se pretende ofrecer un engañoso juego de luces artificiales, León, me repetía en mis soliloquios, necesita un medio, un instrumento, un taller, como ahora da en denominarse, a las un día famosas tertulias, en las cuales las gentes del arte tengan un lugar en el cual descubrir los caminos que hacia la gloria supuesta encaminan. Jaime-Federico Rollán es un poeta que, como todos, desde el aire de su vuelo ha conseguido componer una sinfonía de amor. Se habla, se escribe en este texto de la muerte, porque la muerte es, desde siempre, motivo por el cual el poeta se siente todavía vivo. El poeta ante el recuerdo intenta restablecer la figura del amor, del suyo, de aquel que le mantiene todavía prendido del hilo de la sangre y asomado a baranda marina de su tierra de nacencia, al otro costado de León, en las Asturias gijonesas, observa y comprueba, no sin tristeza, aunque con gozo, «Que no se puede recobrar una ola, sólo su sombra» y que la vida como la sombra de las olas de la mar aparecen ante nosotros y nos someten a encantamiento, para que al cabo de tanta gloria seamos arrebatados por las sombras. El poeta entreabre sus puertas para que, por este espacio milagroso, consigan penetrar en su recuerdo las figuras que fueron en su vida motivo de devoción. Y entre todas, aquella que fue, que es y que será hasta que la sombra de la ola sea borrada por la mano del viento borrascoso, dejando en el sentimiento del poeta la marca imborrable de la eternidad de eternidades. Ante la finitud implacable de las cosas y aún de los sentimientos, el poeta recobra de sus fondos (no se olvide que este libro La Sombra de la Ola puede ser y tal vez lo sea, el cuaderno azul en el cual anota él sus apurados pulsos líricos. «Tuvimos nuestro mar y lo perdimos», confiesa el poeta, doblado el pensamiento y la memoria, para rehacerse en un impulso vital apasionado: «Sólo eso: este puro presente nos salva de los podridos pétalos». Este nuevo libro de Jaime-Federico es el 130 de la colección «Provincia», que mantiene el Instituto Leonés de Cultura, milagro el de esta publicación que pone de manifiesto lo que la cultura bien entendida y adecuadamente manejada puede significar para acreditar la cultura real de un pueblo. El libro llega a mis manos sin padrinazgos previos, sin presentaciones generosas, tal vez porque, aparte la humilde serenidad del autor, piensa que la poesía, como decía Salinas, no necesita ser presentada. Y a nosotros nos complace interferir entre los acontecimientos que se producen en la rúa este «asunto» de la poesía por si sirviera de algo. A nosotros nos vale, pero tal vez nos hayamos dejado ganar por el estruendo de la ola, cuando lo esencial es su sombra.