Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Con clave: Joseph Ratzinguer, Papa

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VICTORIANO CRÉMER
León

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SI TAL COMO soñaba mi madre y como yo mismo me sentía vocacionalmente, hubiera sido Cardenal del Sacro Colegio de Roma, con derecho a voto hubiera aceptado el destino que me estaba atribuido desde mi más tierna y devota infancia, no hubiera votado a favor del cardenal alemán Joseph Ratzinger. Y no por ninguna reserva mental o espiritual ni por preferencias nacionales entre los cardenales hispano-hablantes, sino porque sin pretender pro qué, desde que el anterior pontífice dejó el solio vacío pensé en el obispo palentino, monseñor Castellanos. Desde hacía muchos años, me tenía sugestionado este esforzado campeón de la fe y después de analizar su biografía, llegué a la conclusión, personal naturalmente, de que sería el Papa ideal para tiempos como los que contaban con un reto impresionante, tanto para gobernantes laicos como para religiosos con vocación de santos. Nos sentíamos acorralados por la pobreza universal de modo tan brutal que las cifras de hambreados en el mundo superaba en muchos millones a la de ricos, para los cuales el Evangelio tenía cerradas muchas de sus puertas. Más fácil sería que un camello pasara por el ojo de una aguja que entrara un rico en el Paraíso». Me repetía para justificar mis inclinaciones, mis tendencias y mis preferencias. Y el obispo Castellanos se sentía acongojado por santa misericordia, cuando pensaba en tantos seres humanos condenados a la miseria precisamente en un mundo en el cual se daban los más escandalosos ejemplos de usurpación de los bienes de este mundo. «Deja tu casa y tu familia y sígueme», solicitaba el Cristo andante dirigiéndose precisamente a sus discípulos, a aquellas gentes selectas a las que el Hijo del Hombre invitaba a la vida eterna, de paso en esta fugaz vida terrena. Y el obispo de mis preferencias, escuchando la voz de Cristo, dejó su casa, abandonó las galas de su condición sacerdotal, secó las lágrimas de todos los suyos que le suplicaban que permaneciera entre sus pobres prójimos, y se trasladó a tierras americanas donde la pobreza se había hecho ley de mala vida y a donde no llegaban ni siquiera los ecos de las palabras salvadoras de los representantes de Dios en la tierra. Porque el poblado al que se dirigía el buen obispo palentino quedaba muy lejos de las fabulaciones de Miguel Ángel sobre las paredes de la Capilla Sixtina, en la que los cardenales adictos formaban la suma representación de la Iglesia. Naturalmente nada tengo ni puedo ni debo oponer a la decisión del Cónclave cardenalicio que eligió el Papa alemán, pero... mi obispo Castellanos, ajeno, en la medida que esto fuera posible, de la fabulosa parafernalia de la proclamación papal del que será en lo sucesivo Benedicto XVI, dictaba la doctrina de la redención de los pobres, directamente con sangre, sudor y lágrimas. Por sus obras le conoceréis, proclama el coro. Por sus obras el obispo Castellanos, hoy convertido, por la gracia de Dios, en compañero de amarguras de las gentes de la América irredenta, por sus obras de caridad y de auténtica solidaridad entre los hombres de buena voluntad, se me antoja, bien sé que sin ningún fundamento, el Papa que yo hubiera elegido, de haber llegado a cardenal, como me quería mi madre.

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