CRÉMER CONTRA CRÉMER
José Luis, en su casa
ESTOY SEGURO DE QUE EL SEÑOR PRESIDENTE del Gobierno de la nación española, efectivamente se habrá sentido, en su etapa triunfal de León, en su casa, rodeado de los suyos, que son tan gran número que rebasan todas las fronteras improvisadas. Un grupo de esforzados leoneses, sobre los cuales se había fijado la responsabilidad de demostrar su hidalguía, su capacidad de entendimiento y su entrañable necesidad de ser amado, se habían reunido, nada menos que para el reconocimiento de la admiración y la esperanza que su sola presencia suponía. A partir del momento verdaderamente importante del reconocimiento como «Leonés del año», por ese grupo benéfico de hombres y mujeres con piedad, el ilustre convecino José Luis Rodríguez habrá conseguido descubrir lo que León, su tierra de amor y de costumbre, le admira, le respeta y le necesita. Precisamente en el hospital para los pobres de Cristo, convertido a través de la historia en muchas otras cosas que aquellas para las que la reina misionera y el esposo providente lo erigieran, tuvo lugar el ceremonial. Y las palabras que se pronunciaron durante la fabulosa demostración de cariño, resonaron en el corazón de muchos de los asistentes con un lejano aunque entrañable sonido. Quizá, seguramente, porque a través de los ecos, la palabra de los discursos movía memorias. Resultó insuficiente el extenso lugar en el que se celebró el «encuentro». Estábamos todos, o casi todos, blancos y negros, azules y rojos y por un momento se pudo pensar -¡ojalá que esto suceda!- que en España, en la España partida de Machado al fin se habían cumplido las profecías de la buena democracia y se conseguía reunir en un haz de fuertes ligaduras a moros y cristianos, como cuando León contenía dentro de sus fronteras reales a las gentes distintas desde las estilizadas calles de Tarifa o Puerta-Sol, con destino a Santa Ana y a Puente Castro. La España de todos. El alcalde de la ciudad, Don Mario Amilivia prendió de la solapa al presidente español la insignia de oro de la ciudad y con esta acción quedó sellado un nuevo estilo, un talante distinto, de entender el noble oficio de la política. Don Rodolfo Martín Villa, en nombre de los leoneses del año a los que cumple el menester de seleccionar al que cada año ha de servir de ejemplo y de emblema, aludió también o sobre todo a la necesidad de que se borren las huellas de enfrentamientos que sólo hacia la ira inútil conducen. Y José Luis Rodríguez Zapatero, el amigo, el vecino, que en León se hizo día a día echándole corazón y talento a la empresa de ser hombre entre los demás hombres de su raíz, pronunció el discurso que estaba obligado a pronunciar, aquel que saliendo de los manantiales del conocimiento se convierte en agua del Jordán bíblico de salvación. Difícil pero apasionante empresa a la cual está comprometido este leonés heroico, porque difícil es el final previsto y deseado. Pero los leoneses pensamos que la lanza quijotesca ha sido tomada por el caballero de nuestras andanzas y sabrá sostenella y no enmendalla ni frente a turbulentos ejércitos de Alifanfarrón, ni ante cualquier otro trasgo que pudiera intentar detener y quebrar la fuerza de su brazo. En resumidas cuentas y ocurra lo que deba ocurrir, siempre nos quedará a todos la satisfacción de haber sabido vivir y morir con honra: Fuimos que debimos ser en un tiempo/ en el que se abatían las viejas banderas/ y como pan nos dimos en comunión sagrada... Ya hemos llegado. No importa si otros vientos/ nos empujan al mar, que es el morir./ Nos quedará la gloria luminosa y facunda/ de no haber vivido en vano.