Diario de León

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MAYO en su ley será de color lila entre mantón verde. Pero llegará julio y agostará. El estiaje pintará todo de color alacrán. Se anuncian sequías sólo comparables con aquella de los cuarenta que se llevó el grano y la fe hasta tener que alimentar a los burros con sopicaldos de avecrén y gaseosa de boliche. Aquella secura traidora fue maldición bíblica de tanta calamidad, que el régimen franquista acuñó y bautizó la mudez del cielo como «la pertinaz sequía». Hubo hambre labradora sobreañadida al hambre piojera que ya estaba decretada urbi et orbi en todo el terriotrio nacional con aquella postguerra que tardó veinte años en dejar de serlo. La sequía de entonces sorprendió a un campesinado español de pantalón de pana remendado, arado romado, cara surcada y cosechas intervenidas o esquilmadas. Se volvieron meapilas aquellos labrantines y muleros con tal de ver algo de líquido en un pilón. Hasta los más rojos volvieron a misa para que no les apuntara la guardia cerril en la libreta de los desafectos al Régimen y a la ley de Dios; o el cura, que era informante del buen comportamiento o catadura moral cuando la autoridad exigía certificados de buena conducta hasta para comprar un kilo de arroz. El cura, entonces, era poder fáctico y galáctico y se sentaba cada día en la mesa del burle y del tute cabrón ocupada por la trinidad que gobernaba los pueblos, las haciendas y las vidas, esto es, el alcalde, el secretario y el médico. Tras haber ido tras los curas con estacas, tocaba ahora hacerlo con velas e himnos. A rogar. Si no hay grano en los campos, tampoco en el plato garbanzos. Y para enmendar su desgracia al pobre sólo le quedaba el cielo. En aquella sequía se hicieron rogativas hasta ensordecer a los santos, pero las procesiones de la desesperación sólo dejaban tras de sí un rastro húmedo, lágrimas y lágimas... de mujer casi todas. Si no está de llover, sacar santos es tentar al cielo y necedad. Pero consuela. Y entretiene la esperanza rota. Sacó España a todas sus vírgenes para arar los aires de campos y rastrojos. Ni por esas. La sequía era, ciertamente, pertinaz. Y la que ahora se anuncia dejará amojamada hasta la saliva. Pero ahora gastamos diez veces más de agua y por diez multiplicaremos la sed. El polvo se hará adobe en el cielo de la boca. Con vasos de arena iremos calmando el trago.

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