CRÉMER CONTRA CRÉMER
Los homosexuales
CON QUE EN ESTO, en lo otro y en lo que falta, va el presidente del Gobierno, don José Luis y dice: «Respetaré lo que pueda decir el nuevo pontífice, Monseñor Ratzinger, sobre la legalización de los matrimonios de homosexuales y su derecho entre otros, a adoptar niños». O niñas, que tanto monta. Y a fe que ha sido oportuno el señor presidente, porque se sospecha, se teme incluso, que el Santo Padre, así que se enteró de que los catoliquísimos españoles en su parlamento habían votado a favor de la concesión de licencia para que Anastasio y Ramón contrajeran matrimonio oficial, dado el temperamento que se le supone y considerando que su especialidad teológica y vaticana es la de la defensa de la fe y castigo de los infieles, o sea la Inquisición de cuando El Hereje de Delibes pues dadas estas sensibles circunstancias no es lógico pensar que el Papa Benedicto XVI, todavía en tiempo de rodaje, vaya a sentirse satisfecho y dispuesto a conceder al Gobierno socialista de Don José Luis Rodríguez indulgencias para librarse en su día y en su fenecimiento de los tormentos del infierno. La medida, tomada por el Gobierno democráticamente reinante, ha hecho voltear todas las campanas y ya se están afilando plumas y las lenguas viperinas para analizar desde la fe, las consecuencias de tan osada medida. Según el repertorio de decisiones ya en marcha y en disposición de ejercer así que vengan las fiebres del verano, el matrimonio no se llamará así, ni la esposa y el esposo, que se tendrán que conocer y distinguir con otras denominaciones, como por ejemplo, «cónyuges». Como diría yo al señor presidente de la Academia de la Lengua, hay que estar al loro en materia de religión, lo mismo que nos situamos en relación con la música «pop» o con la pintura «emergente». Pero nos asalta una interrogante angustiosa: ¿Y la iglesia? ¿Y el Papa? ¿Y el cura de la parroquia? ¿Y las pías señoras del ropero? Esta es y va a seguir siendo la cuestión. Puede, pues, afirmarse con todo rigor, que la guerra de religión se ha declarado en la catolicísima Península Ibérica, la tierra sagrada de la Pilarica, de la Monja de las Llagas, de La Virgen de la Encina, por no hacer más larga esta relación de santas patrocinadoras. Esto, diga lo que quiera el Parlamento y el Senado y el Panteón de San Isidoro con sus espléndidos muertos, no va a seguir así, tan sereno, tan callado y llegará un momento en el cual los hugonotes no perezcan ante la fuerza teológica de la Ciudad del Vaticano, donde tienen su asiento los grandísimos padres de todas las patrias. Como también, aprovechando que por Madrid pasa el Manzanares, que es el río de Goya, se ha aprobado la ley del divorcio a plazo corto, la cuestión adquiere mayor dramatismo. Y ahora sí que podemos decir, sin intención, que España ya no es lo que fue siempre y que el mayor peligro que nos acecha es que por estos vericuetos se nos desplome la gran basílica española que habíamos construido. León, por ejemplo, no es tierra en la cual hayan abundado los señores homosexuales ni las señoras lesbianas, que antes, unos y otros, se conocían por otros nombres, pero sabe, presiente que ni siquiera en León, que es tierra cómoda de amadores tradicionales muy notables, se cubren de ceniza ante la revolución que suponen los acuerdos tomados por nuestros órganos de decisión, pero nos será ya más difícil dar con la mujer de nuestros sueños, no porque dejen de existir, sino porque pueden multiplicarse los ofrecimientos. Que ya lo dejó escrito Ortega y Gasset nada menos: «Hay quien ha venido al mundo para enamorsare de una sola mujer y, consecuentemente, no es probable que tropiece con ella».