Diario de León

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Fábricas del tamaño de átomos Diseñada la nariz electrónica más pequeña del mundo en un chip Nuestra mente consciente es un campo electromagnético

Las máquinas pueden llegar a tener menos de 10 millonésimas de milímetro

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A. Álvarez A. Álvarez C. Rodríguez - león león león
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Un grupo de científicos están reuniendo una «nanocaja de herramientas» que les sirva para recoger moléculas e incluso átomos y montarlos para fabricar «máquinas moleculares». El tamaño típico de esas herramientas y de las máquinas que se fabriquen con ellas sería de unos 10 nanómetros (millonésimas de milímetro). Los componentes electrónicos más pequeños que se utilizan hoy día miden unos 50 nanómetros. Para fabricar componentes entre 5 y 10 veces menores, se necesitan nuevas «nanoherramientas» y métodos de montaje. Con estas nanomáquinas se pretende mejorar los ordenadores y los procesos terapéuticos, entre otras cosas. Los científicos buscan microestructuras que se autoensamblen, porque sería mucho más fácil que ensamblarlas con esas nanoherramientas. Eso es lo que hacen algunas moléculas humanas, sobre todo las de ADN. A través de miles de millones de años de evolución, los organismos vivos han ido desarrollando «nanomáquinas» muy eficientes que transportan las moléculas por el cuerpo. Esas moléculas y otras auto-ensamblantes son las que utilizan los científicos que ya se empiezan a llamar bionanotecnólogos. Proteína muscular El Interdisciplinary Research Collaboration IRC in Bionanotechnology trabaja con motores moleculares y bionanoelectrónica.. Entre los distintos tipos de motores moleculares que estudian los científicos, algunos se basan en la miosina, la proteína que contrae los músculos y que impulsa los micromotores de las células vivas. Hay numerosas variedades de miosina, de las que sólo 10 se encuentran en los músculos. Las demás forman parte de los sistemas de transporte de las células vivas. Las moléculas de miosina, que podríamos denominar «nanotrenes», se mueven a lo largo de unas vías, unas fibrillas llamadas actinas. El combustible de esos nanotrenes son las moléculas de trifosfato de adenosina (ATP), que liberan gran cantidad de energía. Los trenes de miosina convierten la energía liberada al descomponerse la molécula de ATP en difosfato de adenosina (ADP), liberando un enlace y convirtiendo esa energía en movimiento. Los investigadores de la universidad de York, dirigidos por el doctor Justin Molloy, están trabajando con los motores moleculares y han aislado los genes de las moléculas de miosina, utilizándolos para producirlas en el tubo de ensayo. Después, manipulando los genes, las huellas de las moléculas, alteran la estructura de la molécula de miosina para que esos trenes transporten otro tipo de cargas. Una molécula de miosina dentro de una célula es la parte principal de la molécula que se mueve a lo largo de la vía de actina, ligada a otra parte, un enlace muy preciso que se une sólo a una determinada carga, la molécula concreta que debe transportar la miosina por la célula. Alterando la parte del gen responsable de ese enlace, los científicos manipulan la molécula de miosina para convertirla en un nanotrén que se liga y transporta una molécula determinada. El tren se puede diseñar, por ejemplo, para que lleve a las células determinadas moléculas terapéuticas, o convertir en un sensor ultrasensible utilizando como detector el extremo de la molécula por el que se liga. El resto de la molécula se podría rediseñar para aprovechar la energía liberada al moverse a lo largo de la vía y demostrar que el enlace ha encontrado la molécula para la que estaba diseñado. De este modo, todo el conjunto formaría un sensor capaz de detectar una sola molécula en un contaminante tóxico o un virus mortal en una muestra de sangre. La molécula de miosina se puede diseñar de modo que brille (con fluorescencia) cuando las detecta. Estos son sólo algunos ejemplos de actuación de las bionanomáquinas. La molécula de ATP se puede utilizar como batería recargable para propulsar cualquier nanomáquina. Gracias a estas investigaciones en la práctica se comenzará a ver avances extraordinarios en el uso de estas nanoherramientas. Los ordenadores van a ser más pequeños y los diagnósticos y tratamientos médicos casi instantáneos y no invasivos. Ingenieros y científicos están colaborando para fabricar la nariz electrónica más pequeña del mundo, un aparato de uso industrial que reproducirá la capacidad de percibir olores de la nariz humana. Desde hace años se utilizan narices electrónicas en la industria de alimentación, bebida y cosmética, pero su eficacia es limitada porque hay que recalibrarlas muy a menudo. El proyecto pretende combinar la capacidad de detectar los olores con los componentes de proceso de señales en un solo chip de 1 centímetro cuadrado. El nuevo instrumento consumirá mucho menos y será totalmente manual. En esta «nariz en un chip» participan expertos de las universidades inglesas de Leicester y Warwick y la escocesa de Edimburgo. El coordinador del equipo, Tim Pearce de la universidad de Leicester, ha dicho que esperan mejorar los actuales sistemas imitando mucho más a los procesos biológicos. El proceso de información de este sistema se ha inspirado en gran medida en el funcionamiento del sistema olfativo humano. Igual que otras narices electrónicas, la parte sensible de la nueva consiste en una serie de polímeros conductores de la electricidad. Pero después, el sistema trata de procesar e interpretar las señales de un modo mucho más parecido al «natural» o biológico. A este respecto el doctor Pearce explica que cuando a una neurona receptora de las señales olfativas llegan moléculas aromáticas suficientes, se inicia una acción y la neurona envía una señal eléctrica hasta la parte del cerebro que regula el sistema olfativo. Por eso han diseñado este sistema para que haga lo mismo. Cuando varias moléculas aromáticas lleguen a los sensores, se generará un conjunto de señales, cuya frecuencia será proporcional a la concentración de las moléculas. El profesor Johnjoe McFadden, de la facultad de Biología y Biomedicina de la universidad inglesa de Surrey, cree que nuestra mente consciente podría ser un campo electromagnético. Esta teoría resuelve muchos problemas de consciencia que hasta ahora no tenían solución y podría tener muchas consecuencias en nuestro concepto de la mente, la voluntad y el espíritu, incluso la vida y la muerte y, por supuesto, en el diseño de aparatos de inteligencia artificial. La mayoría de las personas creemos que «la mente» son todas las cosas de las que nos damos cuenta conscientemente. Pero gran parte de nuestra actividad mental, si no toda, es inconsciente. Actos como pasear, cambiar de marcha en el coche o dar pedales sobre la bici se convierten en acciones tan automáticas como respirar. El principal problema de las ciencias neurológicas es establecer la diferencia entre la actividad cerebral consciente e inconsciente. Cuando vemos un objeto, la retina envía al cerebro señales en forma de ondas eléctricas a través del nervio óptico. Cuando esas señales producidas por iones cargados eléctricamente llegan al cerebro, saltan a otros nervios a través de neurotransmisores químicos. El nervio receptor decide si la transmite o no, dependiendo del número de «votos» que reciba de sus nervios superiores. De este modo se procesan las señales eléctricas en el cerebro, antes de transmitirlas a las correspondientes partes del cuerpo. Pero ¿dónde está la consciencia, dentro de todo este movimiento de iones y receptores químicos? Los científicos no han podido encontrar en el cerebro ninguna zona o estructura especializada en el pensamiento consciente. La consciencia sigue siendo un misterio. El profesor McFadden se ha dado cuenta de que, cada vez que funciona un nervio, la actividad eléctrica envía una señal al campo electromagnético del cerebro. Pero a diferencia de las señales independientes de cada nervio, la información que llega a ese campo magnético se liga automáticamente.

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