Diario de León

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AL GÓLGOTA del escándalo se subieron Maragall y Rovireche por ponerse una corona de espinas, que es atributo sólo cabal si antes se ha precedido la función con una manta de latigazos, que no fue el caso, por más agravios que se metan al morral. La furibunda reacción se resumió en dos adjetivos: payasos y blasfemos. En ambos insistió cada cual, unos en lo que tiene de bufonada de puta gracia y otros, los señores obispos, en la burla, mofa y befa del divino misterio, insulto que debería comportar al «duumviratum» el clavarles, que es lo que temerariamente buscan los que mencionan la corona de espinas en casa del crucificado. No les faltarán razones a los señores prelados para su automática reacción, pero causa cierta extrañeza que soslayen otras blasfemas utilizaciones de la simbología religiosa no menos irritantes e irreverentes. Pongamos la cruz, por ejemplo, que ofrece en estos tiempos una paradójica condición de alhaja, de pura bisuta, colgante, adorno y ostentación. Salen en pantalla pedorras y pendones, putas confesas, cohecheras y prevaricadoras, mentirosas y calumniadoras, descreídas y discípulas del mismísimo demonio luciendo sobre el canaleto de la espetera una reluciente enseña del cristianismo, cruz de pedrerías, brillos, refulgores de baratija, oros de los que caga el moro y con toda suerte de formas y precios (las hay de predería ostentosa, porque es también señal de clase o rango). Es moda. Crucecita que sube al gólgota de la teta. Ahí la muestra esa cantante desbragada y disfrazada de zorrón de cuero mientras proclama un estribillo en el que se predica que «de esta vida sacarás... lo que metas, nada más». Y esa presentadora también; abre el escote y en el barranco de sus pechos pendulea una enorme cruz de mucho dior y versacce al bies, mientras la cámara planea sobre ese calvario. No menos paradójico es el pedazo cristo de oro macizo del especulador macarra ostentádolo cuando se abre la camisa. Crucecitas por doquier. Pero hé aquí que la prelatura, la nunciatura y la parroquia no se aprestan en estos casos a sacar a pasear el escándalo y el hisopo de dar en la crisma a Rovireche, salvo que absuelvan la blasfemia pensando que, al fin y al cabo, estas cruces son propaganda y que «de la alforja hasta el jumento todo es bueno pal convento».

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