Cerrar
Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

Creado:

Actualizado:

AHORA NO TANTO, pero en aquellos otros tiempos de las vacas menos flacas, el hombre y la mujer -sobre todo la mujer- vivían o vivíamos preocupados muy seriamente por lo que pudiera decirse de nosotros: «El qué dirán» de los clásicos. Ya el Caballero de la Triste Figura, que también llamaban Don Quijote de la Mancha, respondiendo a los rumores que sobre su obra y milagros corrían por la Corte, se apresuró a poner en letras de molde: «Pero digan lo que quisieran, que desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano, aunque por verme puesto en libros y andar por esos mundos de mano en mano, no se me da una higa que digan de mí todo lo que quisieren», dicho lo cual, hincó la espuela en los hijares de Rocinante y se perdió a lo lejos. Y no digamos lo que Machado sacó en respuesta también de lo que se decía o se dejaba de decir, que al final de la jornada salió o le echaron de este mundo ligero de equipaje como los hijos de la mar. Los habitantes de la España parlanchina y un tanto envidiosa, nunca dejaron aparcada la lengua si para derribar honras lo necesitaba. De ahí aquella salida como de pie de banco, que se repetía: «Lo que importa es que hablen de uno, aunque hablen bien». Porque efectivamente cuando uno se convierte en tema de conversación, de honor o de análisis no le libra ni Don Quijote quijotesco de ser pasto de lenguas verdaderamente viperinas y víctima de los profesionales del «qué dirán». Nosotros, los habitantes de los territorios del frío no nos íbamos a librar de vernos envueltos en invenciones y socarronerías. De modo que el remedio consiste en acostumbrarse, en conceder democráticamente que todo el mundo tiene derecho a expresar su opinión y en resumidas cuentas que a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Y esto viene a cuenta o a cuento del disparatado afán de crucificar, verbalmente dado que no es posible envenenar a las gentes que no nos son gratas. Y como contraste o contrasentido de los «dichos» que suscitan los hombres y las mujeres consideradas como objetivos públicos, que es que tan expuesta está la que mata como la que tira de la pata y si a un ciudadano normal se le ocurre estrechar los viejos lazos de la amistad nacida en la infancia feliz con alguno de los personajes que han escalado por las buenas o por las malas «el puesto que ya tienen» inmediatamente los críticos de café con leche se lanzan sobre el infeliz y le colocan el cartel de «trepador», o de «pelotillero», hasta conseguir acorralarle y envolverle en el lodo de qué dirán. Cuando un candidato acepta salir al campo para pelear por un puesto político, lo primero que le dicen es que se acostumbre de antemano a «tragar sapos» porque de los pozos negros de la ciudad saldrán aquellos que intentarán destruirle. De esta condición nacen esos debates enconados en los cuales chocan honras y se destruyen famas, cuando lo lícito, lo racional y lo obligado sería que los unos y los otros, en lugar de practicar el ejercicio de «qué dirán» dedicaran su ingenio y voluntad a enderezar los múltiples entuertos que jalonan la gobernación de la ínsula. Los pueblos, mi querido amigo, no desaparecen con tanta frecuencia por la acción de los volcanes y como por el resentimiento convertido en arma envenenada para destruir a cuantos pueden contribuir a su gloria y esplendor. Estamos en la fase de la especie que no le importa perder un ojo con tal de ver ciego al prójimo envidiado. ¡Y ustedes perdonen!

Cargando contenidos...