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CADA DÍA que amanece, el número de pijos crece. Es dogma y es nuestro paisaje. Apelando a la higiene pública, las autoridades podrían declarar epidemia tal profusión porque hay incluso pijos de todoacién. Nadie rehúsa. Es la obsesión por parecer, por imitar sin percha ni cuna. Para ser pijo solamente hay que parecer sobrado de tela y escaso de diccionario. No tiene mucho truco la pose, a la que hay que añadir cierto desmayo en las palabras dejándolas con el rabo caído. Los pijos en tiempos de Quevedo tenían su contraseña; llevaban abierta la bragueta de sus bragas bombachas para que pudiera verse la blonda, el encaje o las puntillas de su muda. Suponían que, viéndoles la carísima intimidad de su ropa interior, quedaba de manifiesto su posición económica. Era rango de prestigio esto de enseñar los canzoncillos de Flandes, de la misma forma que hoy las pijas llevan unas gafas de cinemascope en las que lo importante es que cante la marca como en valla publicitaria. Y encima lo hacen gratis y encantadas. Pero aún no sé quién es más insufrible, si el pijo o si la pija; y mira que los dos tienen peligro. La pija está vacía de sí misma y llena de marcas, pero el pijo está lleno de ruedas y vacío de opiniones. Échales un galgo. Después está el equívoco: se piensa que la pijería es asunto de juventud, sarpullido de edad temprana. Sin embargo, se puede ser pijo a los sesenta. Haylos. También crecen. Por sus mercedes los conoceréis. Y por sus óperas, que ahora en provincias reina el gorgorito para encanto de la burguesía paletona como la de Oviedo hace treinta años, todos abonados al gorgorito, cuando resulta que no distinguen un oboe de un cuerno o un trino de un timbal. Pija no es sólo la que se tira un pedo y se disculpa diciendo que es de color rosa. Hay pedos que se visten de pija, se pintan de rosa y ni siquiera piden disculpas. El caso es que no hay un perfil perfilado de la pijería andante. Está confuso el panorama, pero si te invitan a cenar unos amigos y te sacan esos cubiertos especiales para comer caracoles, es buen indicio para confirmarlo que «o son pijos o en su casa no hay botijo». Y es que todos, más o menos, caminamos alguna vez por el ademán y posturita de los pijos. Es este tiempo de tela larga y teatro malo.

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