Diario de León
Publicado por
FRANCISCO SOSA WAGNER
León

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MATILDO HA MUERTO. Así de triste es la noticia y justifica que nos hallemos abatidos en la desesperanza. No suelen estas Soserías acoger necrológicas pero esta vez la desaparición de Matildo, cuando Matildo estaba en la flor de su vida, cuando más se esperaba de Matildo, obliga a alterar la tradición y dedicar unas líneas a su amargo desenlace. Porque Matildo vivía gozoso, pletórico, picoteando de aquí y de acullá lo que la vida le ofrecía, descuidado en su buen talante, altivo en ocasiones pero con un fondo de bondad grande, a la búsqueda frecuente de una hembra con la que saciar sus pulsaciones de ternura, alegre en los amaneceres esplendorosos, desganado en los anocheceres tenebrosos... Cierto que un poco solitario pero eso era debido a los quilates de su recia personalidad. Matildo era pues un ser sano, amante de las sensaciones positivas y generoso a la hora de reconocer la obra del Creador. Matildo cantaba, Matildo se cabreaba, Matildo defecaba, Matildo era un ser entrañable y doméstico. Pero ha muerto. En la flor de su edad, cuando aún le quedaban muchos soles por contemplar, cuando aún sonaban en sus interiores los cascabeles de la juventud. Y de ahí, nuestra desolación y de ahí también que estas Soserías se vistan de luto y evoquen la figura de Matildo y su extemporáneo abandono de este mundo. ¡Quién fuera poeta y pudiera cantar con versos elegíacos! Pero, ay, mi estro no da para tanto, carezco de la fuerza lírica necesaria y nunca como hasta ahora había lamentado tanto esta deficiencia de mis facultades expresivas. Porque Matildo se merecía una elegía entonada como la de García Lorca al torero Sánchez Mejías o la de Miguel Hernández a Ramón Sijé. Elegía de crepúsculos, de resplandores moribundos, de soledades suspirosas, de llantos oscuros, de ocasos lánguidos. Esa elegía que deja para el arrastre el ánimo pero que logra clausurar los tiempos y sellar los arcanos. Matildo, el gallo, ha muerto. Porque Matildo era un gallo gayo que vivía en una masía de Figueras (en Gerona), en su gallinero, rodeado de unas cuantas gallinas que habían ganado justa fama por su habilidad a la hora de depositar sus huevos con puntualidad de contable. Unos huevos respetables y capaces de competir en los más exigentes torneos que se habían ganado el respeto de las tortillas más aristocráticas. Pues bien, sospechando de que se trataba de un gallicidio doloso, su propietaria, no bien descubrió el cadáver, se dirigió a la policía para denunciar el hecho y esta ha tomado ya cartas en el asunto. El inspector, personado en el lugar de autos, no tardó mucho en advertir que se trataba, en efecto, de un delito contra la flora y la fauna, y lo ha puesto en conocimiento del juzgado de instrucción de Figueras. Y el juez, puntilloso con el cumplimiento de sus deberes, ha enviado al cadáver al médico forense para determinar si Matildo ha sido «asesinado». ¿Estrangulado, envenenado, ahogado? Todas las hipótesis están abiertas y nos hallamos a la espera del dictamen aunque las peores sospechas rondan por los ánimos abatidos de todos cuantos nos honramos con la amistad de Matildo. Porque, además, se teme que Matildo fuera, en el colmo de la ignominia, forzado «in extremis» en sus intimidades sexuales. Encima, el pobre Matildo ha sido congelado, él que tanto amaba el calorcito alimenticio. Hay unos brutos en el pueblo que han hecho mofa de los miramientos del juez y del inspector y han avisado del mucho trabajo que van a tener ambos funcionarios en las pescaderías y en las carnicerías del mercado donde se tiene noticia de la existencia de cadáveres anónimos, seres muertos sin observar ni una sola de las más elementales garantías procesales. Son vecinos insensibles, sin remedio. Yo he cursado una instancia para que me entreguen a Matildo pues bien sé que, cocinado en adecuada salsa, Matildo resucita.

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