CRÉMER CONTRA CRÉMER
Muerte no anunciada del maestro Campmany
NO QUEDABAN muchos escritores que concedieran el tiempo, el espíritu y la energía al oficio escribir para los periódicos y demás medios de comunicación como este personaje, recién desaparecido del mapa hispánico. Yo le recuerdo de cuando era joven, eminentemente joven y andábamos los unos y los otros con el arma al hombro y la muerte a las espaldas. Por convicción sin duda, porque el maestro Campmany era hombre de conciencia y no quita lo uno para lo otro, mantenía sus ideas, que era sin duda, con sus contradicciones y con sus resueltas devociones las propias de un tiempo de miedo y de esperanza, con tesón, con fidelidad y con honradez. Conviene subrayar el calificativo, porque la profesión de periodista no está, por desgracia, exenta de atribuciones deleitosas y difícilmente ejemplares. Jaime Campmany resultaba un hombre no tan de una pieza como se pensaba, sino como un ser capaz de entender a los unos y a los otros y con el coraje suficiente para decirle las verdades del barquero al almirante de la Armada. Tenía cuando murió alguno más de los ochenta años y aunque reconocía que ciertamente no era o no debiera ser edad para andarse por montas y morenas, aceptaba la misión que se le había atribuido y con la misma entereza de los años primeros de su acercamiento a los medios de comunicación, seguía sosteniendo principios, doctrinas e ideas siempre garantizadas por la decencia en el cumplimiento del deber. Con esto quiero decir y digo que tanto daba que se le adscribiera al censo de los periodistas de derecha como que se le tuviera por un lobo solitario: Mantenía verdad y sentimientos así cayeran rayos y centellas sobre la malmaridada España. Cuando la generosidad de quien podía hacerlo decidió concederme, (¡ay mísero de mí!) la medalla del trabajo, el maestro recordó que en alguno de los repliegues más ignorados de España, vivía, soñaba y escribía un personaje con cerca ya de una centena de tacos sobre los hombros y desde su retiro de Madrid, en uno de los periódicos de su dispositivo, emitió un juicio conmovedor sobre el fenómeno de un vecino dedicado, más o menos, a la escritura, que hubiera sido capaz de alcanzar tan prolongada edad en pleno ejercicio y sin haber tenido que quebrarse el espinazo. Y a mí me emocionó el gesto para el que nada le obligaba, sino sencillamente como un tributo a un entendimiento puro y a una razón de decencia profesional. Fue muy significativa la desaparición de la armada periodística de aquel valeroso profesional que nunca rindió la lanza por mucho que los malos vientos le anunciaran turbaciones y asonadas. Y esto es, digo ahora, aprovechando la ocasión, el periodismo, si de verdad queremos que sea algo válido: un medio de defensa de la verdad, de la Justicia y también de la belleza, que no sólo de pan vive el hombre. Al cabo de apenas cuarenta y ocho horas de la muerte de Campmay, el recuerdo del amigo y compañero se disolvió dejándonos un amargo sabor. Escribió libro de crítica social y escritos literarios de juventud permanente. Y escribió versos, muchos versos. No tantos como hubiera querido y necesitado porque la poesía es necesaria para la conservación del alma libre, y un recuerdo del compañero me vienen a la memoria aquellos versos: Arrojo estas palabras últimas al viento, al agua, a la ventura, seguro de que el tiempo mensajero cuidará de que lleguen al destino previsto por los dioses.