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Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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LE VI DESDE EL BALCÓN, rodeado de varios hombres, todos vestidos con trajes oscuros. El grupo pasaba junto al economato, y menos a él, conocía a todos los que le acompañaban. Uno tenía negocio de máquinas para las minas, otro era profesor de ciencias naturales y también iba un médico muy rubio que siempre viajaba en moto. Los otros dos eran los dueños de un almacén de harinas, gente del barrio que vino de Orense. Él iba en el centro, era bastante alto. En la puerta del bar Veracruz de Ponferrada habían pegado un cartel con letras verde oscuro. Los paseantes se detuvieron al verlo, y el dueño del negocio de maquinaria debió decir alguna ocurrencia mientras colocaba el dedo índice sobre la litografía, porque el desconocido se rió. Luego continuaron todos hacia el chaflán de la casa color limón, y se fueron por la calle de Diego Antonio González. Yo bajé un rato después a hacer un recado que me encargó mi madre, y a la vuelta me acerqué al bar y leí el cartel. Allí se anunciaba la conferencia de un escritor en el Centro Gallego. También recuerdo que el nombre de Valle-Inclán estaba en el título de aquel anuncio. Y, al fondo, como en los carteles de fútbol, había una botella y el nombre de un coñac. Pasaron unos meses hasta que volví a escuchar el nombre del conferenciante. Fue cuando el orador ganó un premio de novela en Barcelona, un premio muy relevante. José Antonio Carro Celada, nuestro profesor de literatura, nos habló de él en clase unos días después, y nos dijo que el escritor había publicado muchos libros antes de lograr aquel premio. «Libros fantásticos», añadió, «que son los más veraces». Al acabar el curso estuve en la playa de Samil, enrolado en una colonia de verano. La última tarde la dejaron libre, y yo me fui a Vigo en el autobús. Recuerdo el barrio fabril de Bouzas, la emoción de la ría, los astilleros. Y una adolescente muy guapa, de mi edad entonces, que iba en el autobús con una minifalda de rayas verdes y negras. Me bajé en el centro, caminé entre tiendas y bares y allí fue donde la casualidad me llevó a ver de nuevo al escritor. Iba sólo, parecía apresurado. Llevaba unos libros debajo del brazo y yo me fui detrás de él, aunque pronto cambié de acera para seguirle con mayor libertad de movimientos. Poco después él se detuvo a saludar a un hombre que subía por la calle de Colón. Este hombre era muy bajo, llevaba barba blanca y sombrero, y por el modo en que se trataban los dos, debía ser muy amigo. Yo, claro, no podía saber entonces que aquel hombre era José María Castroviejo. Minutos después, cuando se despidieron aquellos dos amigos, volví a cruzar la calle de Colón y continué tras el escritor. Fue un trecho muy pequeño porque al llegar a la confluencia con Marqués de Valladares él dobló a la izquierda y ya no me atreví a seguirle. Era una calle más recoleta y figuré que podría advertir mi escolta sin motivo. Para entonces mi memoria ya no guardaba su nombre, pero recordaba muy bien su aspecto corpulento, un poco desmañado, la cabeza redonda, sus gafas negras de concha; y también aquella risa grave delante del cartel que le había escuchado desde el balcón de casa. Muy poco después empecé a leerle, y pronto con la misma pasión que ya nunca cedió. De todas sus fotos, tantas que vi, siempre me acuerdo de una de febrero de 1981, en un periódico de Madrid. Él estaba sentado junto a la cama de un hospital de Vigo, el gesto ya traspasado por la añoranza de la vida. Sobre la foto, el titular informaba que el escritor Álvaro Cunqueiro había muerto en la víspera. Tenía sesenta y nueve años; parecía algo más mayor.