CRÉMER CONTRA CRÉMER
La guerra de los mundos
NO SE TRATA de fabulaciones cinematográficas, sino de auténtica y feroz guerra de los mundos. Cuando todavía resonaban en Singapur las aclamaciones por el triunfo obtenido por la Gran Bretaña en su pugna por acoger los Juegos Olímpicos del año 2012; y en un cierto lugar de Escocia se reunían los más altos representantes de los pueblos ricos, dispuestos -¡esta vez sí!- a acometer la auténtica distribución de la riqueza, para que al fin les tocara alguna migaja a poblados tan dejados de la mano de los hombres y de las idolatrías, que morían a millones destrozados por la enfermedad y por la miseria, quiero decir, que precisamente cuando el mundo se disponía a poner sus cuentas en orden y abandonar la práctica de la ferocidad y de la indiferencia, se producen en Londres, nada menos, la gloriosa Ciudad elegida por los dioses del poderío, cuatro o cinco tremendas explosiones. Al espanto se suceden los asombros. ¿Por qué? ¿Quiénes son los que colocan bombas en trenes, en metros, en tranvías para aniquilar a las gentes inocentes? Y nadie se decide a denunciar claramente quiénes son los asesinos, como si el elemental hecho humanísimo de descubrir a los autores de la barbarie pudiera implicar alguna culpabilidad que arrastrara posibles y futuras venganzas. Cerca de un centenar de muertos y más de un millar de heridos ha sido el resultado de la nueva felonía terrorista. Y el temblor de las explosiones ha conmovido al mundo, se supone que incluso a ese mismo mundo que en Escocia esperaba el resultado de los debates para la concesión de las ayudas que el submundo castigado demandaba. Lo mismo que sucediera en la capital del imperio y como aconteció en Madrid, misteriosos sectarios acaban convirtiéndose en explosivos vivos para acabar con los inocentes. Y todos los Estados y los hombres responsables de sus respectivas naciones se han apresurado a condenar la práctica de estos asesinatos colectivos, convencidos -eso sí- de que este terrorismo, fuere cual fuere el catecismo que mueve sus armas, no conseguirá doblegar las estructuras, ya sólidas por los tiempos transcurridos, aunque quizá no justas suficientemente para acallar las lamentaciones de los pobres, y generosamente dispuestos a buscar siquiera el método para la recuperación de la sociedad amiseriada. Pero esta guerra de los mundos sigue, y no cabe cubrir los deberes abriendo más zanjas, más cárceles, ni por supuesto inventando recintos de tortura. A la guerra no se la vence con la guerra, sino con imaginación, con generosidad, con sabiduría. Y quizá también o sobre todo, incidiendo sobre los centros de movilización de estas huestes de la muerte. Tal vez algo ciega a la sociedad democrática que no permite ver dónde está la clave del proceso. Pero como la guerra ha de acabar antes de que acabemos todos calcinados, habrá que cerciorarse quiénes son los que alimentan esta clase de criminalidad y suprimirles del censo. No nos gustan violencias desatadas, como tampoco nos gusta la injusticia, ni el hambre, ni la tortura. El hombre, dijéralo quien lo dijera no es un lobo para el hombre. Lo que sucede es que algunos lobos andan sueltos y sin control y estos amenazan con destruir todo lo que el ser humano, que, pese a todo, es lo mejor que hemos conseguido, ha descubierto mediante el trabajo, el sacrificio y la solidaridad. Si no lo entendemos así, lo mejor es encomendarse a San Pedro, portero del cielo y que nos abra las puertas, porque en el mundo de su invención ya no se puede vivir.