Diario de León

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NOS ENFRENTAMOS a la idea del mal, no a un choque de civilizaciones. Vale, Blair; declaraciones así abren el camino a la comprensión del problema: aquí, los buenos; allí, los malos. Ya está aclarada la película. Y Dios nos ha cogido en el lado de los buenos, que era lo que en 1979, estrenándose la titubeante y golpista transición democrática española, exigía en su artículo semanal de la Hoja del Lunes de León aquel abencerraje del falangismo que fue el periodista Primitivo García. Con letra de cañón tituló su artículo sin cortarse un pelo: «Dios nos coja en zona nacional», pues sabido era que Dios sólo moraba en esa zona. Y en la otra, el demonio rojo, la depravación atea y el oro de Moscú. Pero Franco, su Dios, Queipo de Llano y el resto de aquella ganadería de generales que le apoyaron en el golpe incivil más cruento e inexplicable de nuestra historia (tal día como hoy), tuvieron que auxiliarse de tropas de la moraima marroquí, cuyo Alá también se sumaba a la merienda por una mísera calderilla y una soldada en la guardia de El Pardo o en un escaño de aquellas Cortes de «firmes, ar»; tropas cuyo recuerdo en tierras extremeñas es aún un rastro de ríos de sangre secos que están escritos en aquellas tierras para recordación de la despiadada saña mora, la misma de aquellos otros «haschissin» del califato cordobés en sus razias mediavales, fumadores de haschís, temibles por su obnubilación criminal en combate. Del vocablo árabe «haschissin» derivó nuestro castellano «asesino», que es el homicida que además de cegarse es un cabrón, uno que no repara en los tamaños de su bestialidad. En aquella ocasión, resultó que los malos estaban con los buenos, en la divina zona nacional. Y ahora, dice Blair, el mal tiene sus propios generales y no andan de mercenarios para los sublevados de cuarteles españoles, para los ingleses que dibujaron tras la II Guerra el gran pifostio terriotrial de Oriente Medio o para los americanos que reparten caramelos en las calles de Bagdad. Así que, señor premier, el único puente viable entre civilizaciones sigue encerrado en la gran sentencia de su paisano don Bertrand Russell al que no dejo de citar para aburrimiento del respetable: «Las naciones no cambiarán hasta que los profesores de Historia sean extranjeros». Y los catequistas también.

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