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Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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ALGUIEN, VERDADERAMENTE importante en el ejercicio de ser hombre, al final de sus melancolías y de sus conocimientos, se aventuró a decir, para general conocimiento y demás efectos, aquello tan sabio de que «el hombre es un animal de costumbres». Y posiblemente el autor de la frase feliz quedaría contento de su hallazgo y los demás pertenecientes a la misma comunidad del hombre sabio, aceptó que efectivamente el ser humano, una vez gastados los tiempos importantes de su sinfonía, convierten sus episodios, sus biografías, sus amores y dolores en «santas costumbres». Unamuno, que era hombre de entresijos y profundidades, cuando le entraba la vena lírica y se dejaba ganar por el enamoramiento, aseguraba que una vez que el amor se disuelve en el tiempo, se convierte en salta costumbre. Y todo esto me viene a la memoria cuando contemplo las nutridas filas de señores y de señoras, a la puerta de juzgados y centros de liquidación y aventura a la espera de que les sean concedidos los documentos necesarios para establecer uniones conyugales que les permitan disfrutar de los mismos derechos que el resto de los mortales. Son los homosexuales, las lesbianas, los transexuales, los etcétera, que vivieron recluidos durante años y años, huyendo de sus propias sombras, condenados al ostracismo más tremendo, que es el de no permitírseles el título de ciudadanos legales. Sabemos, porque en todas partes cueces fabes, que la medida de legalizar la situación de estos vecinos, compañeros, amigos, familiares, ha suscitado auténticos levantamientos de protesta contra la medida. Y la verdad es que uno no se explica por qué, dado que en justicia todos los seres humanos tenemos derecho a desarrollar nuestra sexualidad de acuerdo con las propias tendencias, naturalmente procurando que las prácticas no alteren ni vulneren por tanto las leyes que el hombre se concede para la mejor convivencia y entendimiento. Con el matrimonio o como quiera que se quiera llamar la unión de dos seres del mismo sexo para la convivencia pacífica en gracia, sucede lo que con el divorcio, que produjo tal alteración contraria que no faltaron gentes belicosas que temieron la declaración de la persecución de los infractores de la regla aceptada, como en los tiempos de Nerón se perseguía a los cristianos. Durante aquel tiempo de sangre, sudor y hierros, en que nosotros parecíamos obligados a la conquista del imperio hacia Dios matando héroes, los clandestinos y dulces maricas eran sometidos por la sociedad a prácticas monstruosas y hasta se creaban asociaciones de mujeres santas que practicaban la caza de los unos y de las otras para imponerles su particular manera de entender el mundo. Son estas cuestiones que en buena y santa ley de Dios y de los hombres no debiera tener serias contradicciones de entendimiento. Y si aceptábamos políticamente que la libertad real era aquella que permite la libertad de los demás (y quede constancia que niego la procedencia del uso del término «decencia», que se está manejando indebidamente porque la decencia, es atributo de la conciencia, del alma, diría Calderón y el alma es sólo de Dios). Firmemos la paz y cada uno sea como es y deba ser y Dios con todos.