Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Los valores verdaderos

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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YO SÉ BIEN que cada uno mide las distancias según su preparación para la marcha y que aunque contra gustos no hay disputas también se conoce lo de que hay gustos que merecen palos. De lo cual se deduce que cada ser humano tiene su particular forma de entender los fenómenos y de atribuir los méritos. De tal manera que así como un pocero no entenderá en su debido valor una pintura de Velázquez, por ejemplo, tampoco cabe pensar que un aficionado a la natación puede encontrar mérito en la escalada del Everest. Y ya colocados en la escala de las medidas y de las transigencias, admitimos que la desaparición de un delantero centro o de un piloto de Fórmula 1 siempre estará más sentida por la sociedad que la muerte de un poeta, digo yo. Así que cuando desaparece de la nómina uno de esos magos del pelotón, capaces de sugestionar hasta la convulsión a las masas, lo encontramos perfectamente justificable, dada la medida intelectual y sensitiva del hombre de la modernidad. Y cuando nos informan que silenciosamente, en alguno de los centros de acogimiento de seres desligados de los atributos cotizables de la sociedad se ha dejado morir un poeta, sentimos que el silencio que se produce en su entorno es una injuria social, un delito de lesa humanidad, una demostración cierta de que las escalas de valores están decididas y mantenidas por los oscuros manipuladores de la fama. Me informan, en voz baja, como si se tratara de una consigna clandestina, que en uno de los hospitales de la capital de España, allí donde se cuecen en sus fuegos fatuos, las famas y los reconocimientos, ha muerto Rafael Morales, un talaverano honrado y un español con sentido. Escribrió libros importantes y dedicó su tiempo y sus capacidades a la enseñanza. Y efectivamente enseñó, tanto al que no sabía como al que alardeaba de saberlo todo. Fue un poeta esencial, que no se dejó ganar por el halago ni por la atracción del dulce trinar. Cuando le alcanzó la muerte, tenía ochenta y más años y todavía en ese doloroso trance místico de la muerte, no le faltaría, estoy seguro, aquella su sonrisa bondadosa que obligaba a establecer con él lazos permanentes de entendimiento. Vivió en silencio y las gentes desatentas de nuestra sociedad (una sociedad por cierto vulnerada por la frivolidad y la ignorancia pedante) le ignoraron olímpicamente, es decir con el descaro y la presunción del perfecto ignorante, que es aquel que presume de sus glorias, conseguidas al socaire de las modas y de los halagos. Durante muchos años, durante toda la vida que nos permitió la circunstancia, mantuve con Rafael una amistad solícita y persistente, y cuando en uno de esos espacios vacíos que las provincias producen conseguimos que viniera a León para decirnos algo de lo mucho que sabía, dejó constancia de su categoría como poeta y como ser absolutamente limpio de sangre. Escribió un poemario dedicado a penetrar en las entrañas de la tauromaquia, pensando, como tantos otros, que en ella se le daría el verdadero latido de una España que ya se le antojaba sin pulso, y no le esperó la muerte, como pedía en uno de los sonetos dedicados a los muertos: La muerte espera siempre, entre los años, como un árbol secreto que ensombrece de pronto la blancura de un sendero y vamos caminando y nos sorprende... No le esperó su muerte. Y cuando él caminaba, despacio, contemplando la luz de aquel día, le sorprendió. Y el silencio se hizo más grande.

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