CORNADA DE LOBO
Ramonines
EN PORRETA menguada o en tetita de risa plana, un museo leopoldino y vienés ha copado la actualidad gráfica de los últimos días y también la espalda de este periódico dando munición al vacío periodístico veraniego en un tiempo que, carente de ingenio fino, ensalza la extravagancia o entroniza el disparate, porque a más cosa no alcanza esa inteligencia de todo a cien que gobierna tantos y tantos gestos culturales y plásticos de hoy en día. Lamento que se den aquí ideas al diablo. Si no fuera porque publicando esta noticia se quema la novedad, veríamos también copiada esta o alguna otra inflapollez parecida en nuestras basílicas de la supercontemporaneidad artística y emergente, basílicas en las que absolutamente todo lo que exhiben ha sido así mismo copiado, fusilado y presentado como originalidad, aunque lo pescaran en lejanías brasileñas o finlandesas pensando que aquí nadie se dará cuenta porque somos tontos del culo. Y provincianos. Y porque todos saben que cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo espanta moscas; o saca directamente ese rabo a pasear ante el desnudo clásico de un lienzo, como parece el caso, para superar su complejo de cortedad, toda vez que los óleos clásicos pintan siempre a los tíos en pelotas muy viriles de musculatura, pero con unos ridículos ramonines que alivian ese trauma al respecto que suelen ocultar los metrosexuales y los centimetropolitanos. Antes, te despelotabas en un campo de fútbol, hacías streaking en una pista de tenis o protestabas con el coño al aire ante una plaza de toros porque no te gustan las corridas, y acababas en comisaría y con una multa por escándalo público. Ahora vas a Viena, te descalzonas ante el museo Leopold y te sale el director a pagarte la entrada, te invita a cimbrear el ciruelillo en el recinto místico del arte, te sacan en la tele y llegas a mostrarte en colorín incluso en provincias -como esta de las galias ulteriores- para arrebolar y enfurecer la ley púdica de tantos párrocos y gentes de beaterio que los domingos pasean su mirada inocentemente por estas páginas, ay, juasús, juasús, mientras elevan preces al cielo para nuestra conversión o descenso automático a las calderas de Pedro Botero. A mí lo que me gusta es que la gente desnude su cabeza, pero eso no es artístico.