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Publicado por
León

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LA CIUDAD DE Madrid, en manos del alcalde Alberto Ruiz-Gallardón, está sometida actualmente a un vértigo reformista en el que confluyen varios elementos inquietantes. Uno, estructural y de concepto: con el pretexto -fallido- de la celebración de los Juegos Olímpicos del 2012, la ciudad es presa de más de un centenar de grandes obras que la han vuelto intransitable e inhabitable. El segundo, ideológico: una sospechosa política de desafectaciones y recalificaciones está haciendo posible la construcción de inmensos rascacielos en el interior del tejido urbano, lo que incrementará la densidad y la congestión. Y, el tercero, de carácter político-económico: el exorbitante gasto emprendido con tan megalómana largueza será pagado a plazos por el municipio durante varias décadas, con lo que los futuros gobiernos municipales tendrán ya comprometida una parte sustancial de sus presupuestos. El primer aspecto -la conversión de la urbe en un inextricable laberinto- pone de manifiesto una concepción utópica y desviada del servicio público: nunca es legítimo desfigurar por completo una ciudad durante varios años para transformarla; la gestión de una urbe -como la de un país- no puede ser súbita sino gradual y digerible. Con respecto a la segunda, ligada a la especulación urbanística, es imposible no ver una relación perversa entre los intereses políticos y los económicos, no necesariamente delictiva pero muy elocuente. Pero es en el tercer elemento en el que quiero hacer hincapié: la fiebre inversora de este gobierno municipal, centrada singularmente en varias obras faraónicas y no del todo justificables mediante ratios costo/beneficio aceptables, limitará gravemente la autonomía financiera de los futuros equipos municipales surgidos de las urnas. Durante su etapa al frente del gobierno británico, Maraget Thatcher protagonizó un duro debate ideológico con el gobierno sueco, socialdemócrata, que había tenido la ocurrencia de idear unos fondos de inversión sindical, aportados por el Estado a las organizaciones obreras, mediante los cuales éstas se adueñarían de paquetes accionariales relevantes de las principales empresas privadas del país, en lo que a todas luces era una 'socialización' de la economía. Thatcher esgrimió un argumento incontestable para descalificarla: la «reversibilidad del socialismo». El socialismo -como cualquier otra opción ideológica, obviamente- sólo es verdaderamente democrático si sus decisiones adoptadas desde el poder son reversibles. Y aquella 'socialización' sueca no lo era: los gobiernos conservadores que llegaran al poder después de la irrupción sindical en la esfera privada ya no podrían aplicar políticas económicas liberales puesto que las empresas habrían dejado de guiarse por simples criterios de racionalidad al tener que cumplir una 'función social' impuesta por la propiedad colectiva. El experimento sueco quedó reducido a su mínima expresión, pero la teoría de Thatcher sigue siendo válida: no es democráticamente aceptable que un gobierno enajene los ingresos públicos futuros durante tanto tiempo. Pero en Madrid, el endeudamiento que se está produciendo es sencillamente antidemocrático. Estos acontecimientos están sucediendo en medio de una connivencia entre el equipo dirigente del ayuntamiento, con Ruiz-Gallardón a la cabeza, y el sector de las grandes empresas de construcción. Ello no significa que haya corrupción -no existen indicios objetivos de ella-, pero sí que tales relaciones de familiaridad y cercanía, que prevalecen sobre el interés general. O, mejor dicho, lo ignoran. Es inquietante asistir al espectáculo de una sociedad civil madrileña indignada y perpleja por la colosal transformación en ciernes de su ciudad, que es hoy un ingente cúmulo de vallas, zanjas y maquinaria pesada, y la inocultable satisfacción de la clase dirigente empresarial, socialmente halagada por el poder, que ha encontrado un inagotable filón para engordar sus cuentas de resultados.

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