EL AULLIDO
Memoria histórica
NO SÉ SI HAN reparado ustedes en que, en esta época del año, en León la noche es azul. El cielo nocturno es azul como si algo le quedara del día; como si algo le quedara de ella. Gabriela -mi bisabuela- aprendió a reír al mismo tiempo que a bordar porque la magia lo comunica todo. Aún la recuerdo ahí, en la mecedora, con el pelo blanco-invierno recogido en un moño, con su ojos azul cielo de verano y arrugas como surcos en la tierra y ella borda que te borda con cara de malicia remendando el pasado, que siempre parece mejor. Remendando una historia que tiene que contarnos porque ella existe y borda para que nada se olvide y morirse, cree, en realidad es no tener ya nada que contar. Hay cosas que suceden para ser recordadas. De hecho tanto yo como mi hermano Gaude pasamos por el ritual de sujetar la madeja y escuchar con desgana sus historias que parecían anécdotas para luego, en invierno, poder lucir a modo de escudo alguno e sus jerséis. Y ella hablaba de los jornaleros gallegos que venían aquí para la vendimia y que, si eran buenos, siempre eran tratados como si fueran de casa. Y se acordaba de Guzmán, que era joven y pobre pero sabía hacer adobes y cultivar la tierra. Un año vino a pedirnos trabajo. Y comida. Y cariño. Y se quedó. Hasta en las Fiestas de San Miguel se echó una novia el pueblo. Juntos se marcharon y algunas veces volvían¿ ¡Cómo nos quería Guzmán! Los ojos de Gabriela brillaban como lunas sobre el río Esla mientras la abuela del mundo bordaba la eternidad. Nos hablaba de Juaco, su marido: un albañil curtido que decían en el pueblo que era republicano porque nunca iba a misa. Un día mientras él estaba picando en la Bodega de Canseco lo fueron a buscar los falangistas, lo llevaron al trinquete y lo mataron a tiros... Hasta le dolía la mirada a la abuela Gabriela recontando por los dedos las historias afiladas que tenía almacenadas en su memoria para que nada de aquello se repita -decía-; para que nada se olvide¿ Los zapatos del abuelo Juaco muerto, la palabra, la memoria y ella borda que te borda. Y hoy escribo sobre ella porque estoy viendo sus ojos cuando miro cada noche ese azul que se disipa, y se oscurece, y se estira, y se crece, y no se apaga. El cielo sabe mirar. En la noche azul cobalto de León están todas las historias que de pequeño oí y no escuché; todas esas narraciones repletas de imaginación y de verdad que entonces no sabía que me estaban convirtiendo en quien ahora mismo soy. Hay gente con talento capaz de contar la vida a su manera como para corregirla y hacer de lo cotidiano un mito: sustancia de eternidad. Pero existe otra gente que narra de corazón para que nada de lo importante se olvide, para que lo nuestro quede, para que desde el principio crezcamos con historias que crecen como nosotros y cuyo pálpito nos explica y multiplica la Historia y la realidad. Vivimos en tiempos poco propicios para la memoria y la magia. Sí, vivimos en una especie de dictadura de lo inmediato que nos lleva estresados de aquí para allá sin pasar por la serenidad. Incluso ahora, en vacaciones, nos empeñamos en viajar sin haber todavía aprendido a quedarnos. Por eso tenemos, por ejemplo, mucha memoria en nuestro ordenador pero carecemos de memoria histórica. La memoria histórica implica no tanto recordar el pasado colectivo como reflexionar sobre él para no olvidar los aciertos ni repetir los errores. Por eso la memoria histórica, creo yo, tiene tanto que ver con la Historia como con las historias sencillas que no han traído hasta aquí. El cielo, la luz, los ojos de la abuela Gabriela que murió hace tanto tiempo que recordarla ahora tiene algo de leyenda, casi mito, y tiene algo de mágico amor por las historias y por las pequeñas cosas. Siempre creo ver a mis antepasados muertos detrás de las cosas más hermosas de mi vida. Por eso hoy observo la noche azul de León y la confío un encargo: dile a la abuela Gabriela que la recuerdo, que la recuerdo.