LA GAVETA
Veraneos
SÉ DE BASTANTES leoneses que viajaron en el mes de julio. Unos fueron cerca, otros muy lejos, y por unas razones o por otras, me acabaron contando sus recorridos gozosos, sus descubrimientos y prodigios, sus ciudades invisibles, sus hombres y mujeres de fábula. Naturalmente, no puedo reproducir aquí todo lo que me dijeron. Pero sí algunas de sus frases más entusiastas o misteriosas: «Estuve a diez metros de Benedicto XVI, y fue por pura curiosidad. Pero me puse a llorar como una niña en la plaza de San Pedro, yo que soy atea desde la adolescencia. Él me vio, el Papa, me miró a los ojos y me bendijo. Y ahora ya no sé si creo o si no creo en la resurrección de la carne» (Martina Lugán, profesora de un instituto en León). «Vi a un niño que corría por la playa de Las Catedrales, junto a Ribadeo. Me fijé en su bañador, que era muy antiguo, una braga amarilla con los bordes verdes. Vi que el niño tenía una peca muy grande en la pierna derecha, hacia dentro. Vi que ese niño era yo, venido desde tantos años atrás, el mismo. Y vi al fondo a sus padres, junto a las rocas, pero preferí quedarme donde estaba, no moverme» (Andrés López Impar, veterinario en Esla-Campos). «Viajé por la ciudad de León, la idea la tuvo mi marido. Porque para nosotros, bercianos, León está muy lejos, y quisimos descubrirlo como si fuéramos japoneses. Hicimos fotos, no conocíamos a nadie, nos gustaba imaginar que estábamos en algún lugar de Eslovaquia. Hasta que vi a mi cuñada Tere besándose en Papalaguinda con un hombre joven y rubio que no era su marido. Y que parecía eslovaco». (Doralina Espanillo, comerciante de Ponferrada). «En un mercado de Cuzco encontré a un señor de Santa María del Páramo que vendía bikinis.» (Vanesa-Camino Mañán, oficinista en La Bañeza). «Escuché el concierto para violoncello solo, de Bach, en una iglesia de Weimar. Las hermosas mujeres turingias, los hombres de lujo, los ancianos ilustres, muchas flores rojas y blancas, y tal vez la música más bella que el hombre ha concebido. Y empecé a pensar entonces, como una blasfemia, en un gran plato de callos y chorizo en la feria del Espino, en un día de lluvia, botas bastas sobre el barro, caballerías, hombres venidos del monte» (Papiniano Gómez, abogado melómano de Ponferrada). «Aquellos días vi los mejores museos de Londres. Pero se me olvidaron de repente, cuadros y estatuas, instalaciones y luces, cuando una mujer muy hermosa entró en mi cama, por error, en el hotel. Y allí se quedó toda la noche, que fue mi última noche en la verde Inglaterra». (Amalio de Yayo, juglar y cuentacuentos de León capital). «Vivía en casa de mi hermano misionero, en Sierra Leona. Comíamos mijo, había una temperatura de cincuenta grados, sonaban disparos de la guerrilla, el hedor venía de todas partes, no teníamos electricidad, las noches se llenaban de alimañas y culebras. Pero nunca sentí en toda mi vida una mayor paz interior que entonces. Quiero volver». (Rosa de Lima Lamas, mística y maestra nacional en La Cabrera). «Viajé por internet. Cerré la puerta de casa, llené el frigorífico de provisiones, el juego era no salir a la calle en un mes. Me vestí de explorador, elegí conocer una por una todas las provincias de Argentina. Al final del mes tenía más de tres mil folios impresos con datos de más de doscientas ciudades, montañas, costas y glariares. Antes de subir al avión cibernético y regresar, desde Buenos Aires, metí los folios en cuatro bolsas de la basura y las dejé en el contenedor. En ese justo momento llegaba yo a casa desde tan lejos» (José Cullera de Guímara, artista plástico de Astorga).