LA GAVETA
El observatorio
TITO MOR Y yo nos hicimos amigos jugando en el parque y en los caminos de grava que rodeaban los chalets de la MSP, en Ponferrada. Entonces éramos bastante pequeños, unos diez años, y un buen día Tito Mor desapareció del barrio. Pasaron tres o cuatro veranos hasta que volví a verle. Fue en las fiestas de la Encina de 1966. Él iba montado en un coche eléctrico, yo en otro, y chocamos de frente. Hablamos un rato, me contó que ahora vivía por Navaliegos y que su madre había muerto. Luego nos fuimos a recorrer las barracas de la feria, que entonces montaban en un solar muy llano, cerca del viejo cuartel de la Guardia Civil (que entonces era nuevo). Tiramos con la escopeta de perdigones y nos reímos mucho mirándonos en los espejos deformantes, sobre todo en unos que nos convertían en gordos de película de dibujos animados. También compramos chicles redondos como canicas; dimos unas vueltas en el tren de la bruja, nos pringamos con azúcar glaseado y acabamos subiéndonos a las cadenas, que era lo que daba más velocidad. Después Tito Mor se atrevió con una barca diabólica, que casi se ponía en vertical cuando se balanceaba, y por la que yo siempre guardé un temor invencible. Se hizo eso que llaman la tardina: una tarde que va camino de la noche. Comimos churros, bebimos un refresco. El gentío era abrumador. Sonaban cohetes, altavoces, gritos. También los lamentos de los pordioseros que exhibían pústulas crueles, y muy bárbaras mutilaciones. Al fondo, una orquesta formada por cinco individuos flacos, de inequívoco origen rural, ataviados con trajes negros acampanados hasta el paroxismo, tocaba versiones de los Brincos o de las baladas más dulzonas de la música «soul», que ellos servían en traducciones carentes del menor sentido. Había muchas parejas bailando. Algunas, de personas mayores. Todas se apretaban lo que podían y hacían bien. Entre la polvareda de la danza, molestaban niños y borrachos, locos y viejos. Tito Mor me dijo entonces que quería enseñarme una cosa mucho más divertida que las atracciones de aquella feria, incluído el Circo Atlas con sus trapecistas alemanes, sus magos búlgaros, sus equilibristas checos, sus antipodistas rusos y sus payasos los hermanos Tonetti, que aunque parecían italianos eran de Santander. Salimos del recinto y nos fuimos caminando por las calles estrechas y rectas del barrio de San Pedro hasta llegar junto a un local de paredes blancas, decoradas con tres palmeras de pintura plástica. Tito Mor entró en un portal mecido por las hojas inmóviles de la última palmera, y me dijo que le acompañara. Nos internamos por un pasadizo muy angosto que salía del portal hasta alcanzar un cuarto húmedo y cegado donde la música sonaba muy cerca. -Mira por ahí -me dijo Tito Mor entonces, señalando el agujero practicado en un portillo de hojalata-. Este hueco lo hice yo. Al otro lado de la moneda de luz había dos mujeres en biquini y una sin sujetador, cubierto su pecho con unas gasas casi transparentes. Las mujeres se movían muy despacio en un entarimado, y aunque se distinguían solo tres, debía haber más fuera del ángulo de visión. Enseñaban buena parte de las nalgas y llevaban zapatos de tacón, blancos. Al fondo de la carne y de la luz tenue se apreciaba, entre el humo, una oscura fila de hombres contentos. Como conjurados. Tito Mor, entonces, se desabrochó la pretina y me apartó de un manotazo del observatorio. Inquieto y desconocedor de sus intenciones (yo no tenía noticia alguna de aquel rito) preferí esperarle en el portal. Allí volvió, pocos minutos después. -¿Qué te ha parecido?- me preguntó. No supe qué contestarle. Él me llamó entonces bobo y chaval. Y que no sabía lo que era la vida, también me dijo.