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Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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DEMETRIO CALABOR nació en Toral de los Vados en 1864. Era hijo de un peón caminero y trabajó desde muchacho en las obras del ferrocarril a Galicia. A los treinta años se casó en Villadecanes, y allí vivió, dedicado a la agricultura. Murió en 1932. A Mauricio Calabor, hijo de Demetrio, yo le conocí en el verano de 1974 en la biblioteca municipal de Ponferrada. Mauricio era entonces un tipógrafo jubilado y dedicaba buena parte de su tiempo a la lectura de libros de historia de España. Ya era viudo y tenía un hijo bailarín o peluquero en Barcelona, no lo recuerdo bien. Mauricio Calabor vivía sólo, por el barrio del Gericol y yo a veces le acompañaba hasta el puente del tren, al salir de la biblioteca. Una noche fría, de niebla muy espesa, me dijo que su padre había conocido a Alfonso XII. Fue el 30 de agosto de 1883, el día en que los entonces monarcas de España viajaron desde Madrid a Toral de los Vados en un tren adornado con banderas nacionales. Al atardecer, cuando el convoy llegó a Toral -que entonces era la estación término de la línea férrea- los andenes de losa estaban abarrotados por varios centenares de hombres, mujeres y niños, todos en ropa de domingo, todos con su remoto mirar. Se abrieron al poco las portezuelas del vagón de los reyes y una banda de caballería tocó el himno nacional. Luego Alfonso XII y su esposa doña María Cristina fueron saludando por el andén a la muchedumbre que coreaba los vivas que profería un teniente tenor. Ya bajo el crepúsculo, los monarcas volvieron al vagón y los chambelanes cerraron sus puertas lacadas. El ejército dispersó a los curiosos, y una compañía de soldados quedó desplegada alrededor del tren real. En el nuevo y pequeño edificio de la estación pernoctarían el ingeniero jefe de las obras del ferrocarril al Atlántico, varios ayudantes y seis obreros expertos. Uno de esos obreros era Demetrio Calabor, el padre de mi amigo Mauricio. El rey Alfonso XII, que tenía por entonces veintiséis años, había venido para inaugurar, en la mañana del día siguiente, el puente metálico que salvaba el Sil en la divisoria del Bierzo y de Galicia, justo donde el río se encañona entre muy fúnebres escarpaduras. El puente era el más largo de cuántos, sin estribos, había por entonces en Europa, y sorteaba con alta destreza técnica un abismo de agua y de roca. Cayó la noche sobre la estación, y se hizo una gran paz. Unas horas después, el cordón de soldados que vigilaba el convoy se rompió para que pudieran pasar dos generales y un arriero que acababan de descender por la puerta de servicio del furgón del monarca. Atravesaron el andén y penetraron en el edificio de la estación, donde despertaron al ingeniero Enrique Vizoso, que dormitaba sobre un sillón de mimbre. Los generales le preguntaron por cuál de los allí presentes era el mejor conocedor de la comarca, y Enrique Vizoso señaló a Demetrio Calabor. Minutos más tarde el arriero, los dos generales y Demetrio partieron bajo la luna, a lomos de cuatro potros militares, camino de Villafranca del Bierzo. Ya eran pasadas las dos de la mañana cuando golpeaban la aldaba de una casa junto al Campairo. Al ver a los uniformados desde el balcón, la rufiana Gala Bibey voló por las escaleras y abrió la puerta entre reverencias, pidiendo disculpas por la humildad de su establecimiento. Luego despertó a las dos mujeres que en aquel tiempo albergaba en su casa de alegrías. Simulando una deferencia que Gala Bibey no era capaz de entender, los generales acordaron ceder al monarca, disfrazado de arriero, la más joven y guapa de las dos barraganas. Se llamaba Tula Cordal, y en sus pechos de alta delicia reposaban los sueños dormidos y los sueños desvelados de casi todos los hombres de la villa y también de sus tierras circundantes.

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