Diario de León

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HACE YA un taco largo de años que no asoma por aquí el «Teatro Chino de la Señorita Chen», lona de teatrillo portátil con sillas de tijera sobre tierra, con sus cartelones de vedettes de saldo anunciando patorra metida en malla, iluminando con su escote de ombligo el deambular provinciano y bullanguero de los recintos feriales junto a circos, caballitos, atracciones, tómbolas donde siempre tocaba una cacha de caramelo como un porraco de grande, góndola de vértigo para levantar las faldas, casetas de escopeta tuerta, un animalario de rarezas abominables y el tren de la bruja. En medio del berenjenal, el Teatro Chino. Era el cabaret de los pobres de una vez al año. Siempre se veía abarrotado. El teatro revistero de los chinos era como su ropa de hoy; no es fashion, pero la compra todo el mundo. De los pueblos se traía a ferias y fiestas de la capital a la parienta, como si fuera un premio a su deslome de mula durante todo el año, para que viera en tendido de sol una novillada primero y al ganado de la señorita Chen después; jornada completa. En los años sesenta rulaba este teatro en todo su esplendor y negocio porque aquellos rigores de la censura franquista ponían algo tuerto el ojo para consentir los chistes burdos, verdones y tópicos de su «elenco» de cómicos junto a coristas con las bragas más recortadas que las que podían verse en el Emperador en compañías de comedia o revista. El Teatro Chino basaba su éxito popular en el humor gordo -que no dejaba de provocar continuas risotadas ruidosas entre los varones y chilliditos ratoneros entre las picardeadas paisanas- y en la famosa canción de «La pulga» que iba saltando de la canaleta de la espetera al ombligo y siempre acababa en el chichi de la Bernarda, que así se llamaría la supervedette que la cantaba aquello con voz de velo, digo yo. El caso es que siempre me conmovió la cara risueña de esa mujer de pueblo al salir del teatro sofocada, riéndose aún, medio feliz y arrimándose, porque, ya fuera, siempre decía «parece que se ha puesto fresco»; y porque pensaba que esa noche ensayarían en su secreto de alcoba alguna de las verdulerías escuchadas en la sala de lona. La autoridad eclesiástica de entonces calificaba de «gravemente peligrosas» estas funciones, como a las películas. Y así, la tentación subía enteros.

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