SOSERÍAS
Historiadores y derechos históricos
ESPERO QUE PRONTO los derechos históricos se ofrezcan en ofertas especiales y a plazos. Hasta ahora los historiadores han sido gentes estudiosas, tipos con dioptrías que se metían en un archivo a descifrar enigmas y a estornudar porque en los archivos se estornuda muy entonado por el polvo que acumulan los legajos, nidos de ácaros altivos y energuménicos. Redactaban tesis doctorales, preparaban oposiciones a cátedras y conferenciaban alguna que otra vez en círculos reducidos y somnolientos. Poco más podía esperar de la vida el historiador tradicional, el que hemos conocido desde chiquillos quienes nos hemos empeñado en acumular trienios. Este pasado opaco y rutinario, escasamente aventurero, es hoy historia pasada. Tiempo pretérito. El historiador actual tiene ante sí un futuro risueño. Solo ha de poner sus conocimientos al servicio de las pintorescas causas en que se mueven las reivindicaciones de las naciones que componen el Estado. Porque, en efecto, el tal Estado es una nación de naciones y yo y otros muchos en la higuera. Ahora bien, es claro que para ser una nación hay que presentarse en sociedad con un hatillo de derechos históricos bien planchados, como antes lo hacían las señoritas de provincias en el Casino del pueblo no bien se hallaban en la edad apta para contraer matrimonio. «Mañana se presenta Murcia -o Castilla o Andalucía...- en la sociedad multinacional del Estado. A las siete, en el Ateneo. Será servido un vino del Estado». Este es más o menos el texto del anuncio del feliz acontecimiento. Ahí, en ese momento, socialmente tan brillante, es donde cobra todo su esplendor el historiador moderno. Con impecable traje de firma se dirigirá al público para notificarle los derechos históricos del territorio con su correspondiente e irrefutable prueba documental: tal lance bélico señalado y glorioso, tal santo benefactor nacido allí mismo, en las inmediaciones de la capital, tal atropello sufrido en el campo de batalla por el enemigo secular, tal documento amarillento que confirma el matrimonio de Woitiza con Oriogunda ... y por ahí sucesivamente. El público asistente escuchará hipnotizado, confirmando muchos lo que desde antiguo sospechaban: su condición de depositarios de un legado memorable que otros -los incircuncisos, los foráneos- habían estado a punto de arrebatarles. De ahí a pedir una jugosa partida presupuestaria en Madrid no hay más que un paso. Que se da con facilidad: basta con coger el coche oficial y acudir a la capital del Estado. Porque, una vez allí ¿puede un subsecretario negar unos míseros renglones presupuestarios al emisario de una nación que viene con el cartapacio ahíto de derechos históricos perfectamente aseados? ¿puede ese subsecretario ser sordo a las reivindicaciones de quien es sucesor a través de los siglos del llorado rey Sancho cuarto, que casó con la enérgica Edelminda? No. Un subsecretario carece de autoridad para ello y caería vencido por el peso de la historia que siempre se contiene en un corpulento volumen. Los políticos que llamábamos «de provincias» tienen que disparar bien sus dardos y los historiadores facilitar su tarea. El problema se plantea cuando se carece de derechos históricos acreditados. Estaremos entonces ante un territorio menesteroso que más valía que no fuera territorio ni nada y que se redujera a llorar por las esquinas. Le aconsejo que, antes de entregarse a la lamentación estéril, solucione su problema acudiendo al arrendamiento o al «leasing», es decir, alquilando derechos históricos a otro territorio vecino al que le sobren. Es más: las naciones que integran el Estado, excedentarias de derechos deberían proclamar su disponibilidad para ceder sus sobras a los necesitados de allende sus fronteras. La reparcelación que se practica en derecho urbanístico no sería tampoco mala solución. Todo antes que abandonar a su suerte a una nación vecina que aspira a empinarse en el tinglado de la gran farsa.