CRÉMER CONTRA CRÉMER
La mísera condición humana
LEÓN, A TRAVÉS DE SU HISTORIA nos proporciona los datos más claros y terminantes de su condición de pueblo de cárceles, de prisiones, de campos de concentración, de castillos de castigo. El anecdotario de sucedidos en los cuales la prisión, la cárcel o el campo de retención humana son parte importante de nuestra biografía, es extenso, desde el reyezuelo o condestable mandón que se deshace de su enemigo metiéndole en la cárcel, con máscara de hierro si se hace necesario, hasta los infelices que en el azar de las guerras, civiles, de religión o de conquista, cayeron prisioneros y construyeron para ellos recintos en los cuales purgar sus culpas. No diré nombres ni circunstancias precisas porque no se suponga que contribuyo, a mi manera, a retraernos a tiempos funestos destinados al olvido. La cárcel no es no puede ser por más que no falten estadistas que declaran lo contrario, un medio para la enmienda de delincuentes ni corrige mediante el castigo del encierro ningún error gubernamental. Pero sí cabe declarar que no por muchos seres humanos que se retengan, ni por mucha que sea la vesania del encarcelamiento, se llega a conseguir un cierto estado de corrección activa que sirve incluso para elevación del espíritu de estimación y solidaridad entre los hombres de buena voluntad. Porque en las prisiones no hay buena voluntad que valga, sino todo lo contrario. Los llamados «internos» que ocupan las estancias enrejadas de las cárceles son seres sometidos, no personas convencidas. Y así que se produce una situación crítica en la que lo elemental del hombre se impone, los internos se convierten en especies rencorosas y vengativas. Las prisiones, en resumen son de las monstruosidades inventadas por los hombres para deshacerse de otros hombres, mediante su encadenamiento o su radical destrucción de urgencia. Se hizo famosa la frase de la esforzada estadista femenina, cuando aconsejó: «Odia el delito y compadece al delincuente». Pero por el amor de Dios y de todos los santos, que esta compadecencia no suponga su retención detrás de los hierros de una prisión. Porque de una forma o de otra, en un momento o en otro, se producirá la feroz pelea que distingue al hombre de entre las fieras de la colección. En León, teníamos una cárcel histórica a la que se acudía en los días terribles de las ejecuciones a percibir el último alentar del condenado, y castillo fue para el encierro de condes o de vasallos reticentes. Luego, en vista de que nuestro comportamiento no se ajustaba a las reglas establecidas por el mando, se construyó una cárcel modelo por los rotos de la Corredera o del Parque, para que al final, en vista de que proliferaba la maleancia o sea los maleantes del Mediterráneo, se levantó en Mansilla de las Mulas un palacio educacional para insubordinados. Dentro de este recinto, al parecer se encierran más de quinientos presos. ¿Pacificados? ¿Disciplinados? Pues no. En el parte de guerra de cada día puede y debe leerse el informe oficial: «La Sala 2 de lo penal de los Juzgados de León vio el «caso» de una pelea dentro del recinto de la cárcel de Mansilla de las Mulas entre dos reclusos por un delito de lesiones producidas mediante una navaja que medía 12 centímetros y un hierro preparado para hacer daño al rival. Los heridos, porque aunque parezca inaudito en el interior de las cárceles también los hombres se matan o lo intentan, fueron atendidos de distintas heridas. ¿No puede servir este suceso para meditar sobre los sistemas que se emplean para la rehabilitación de los seres peligrosos? ¿No cabría pensar en la apertura de campos de trabajo para evitar las fiebres de ferocidad que se producen a la sombra de las paredes de una prisión? Los presos de la vieja cárcel de León cantaban: «Preso me encuentro tras de la reja, tras de la reja de esta prisión cantar quisiera, llorar no puedo las tristes penas del corazón...