Diario de León
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ANTONIO PAPELL
León

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CUANDO LAS AGUAS se represan en exceso, la apertura súbita de las compuertas puede provocar riadas peligrosas. En cierto modo, esto es lo que ha sucedido con las pretensiones nacionalistas de la periferia, represadas durante la etapa 1996-2004 de gobiernos 'populares'. Incluso durante la última legislatura catalana de Pujol (1999-2003), el PP concedió soporte parlamentario a CiU en Cataluña con la condición de que no planteara reforma alguna del marco institucional. Además, la beligerancia antinacionalista del Partido Popular fue sin duda una de las concausas del espectacular ascenso del nacionalismo catalán más radical, el de ERC, tanto en las autonómicas del 2003 como en las elecciones generales del 2004. Frente a la cerrazón arrogante y dogmática de quienes acababan de cumplir una legislatura con mayoría absoluta, Rodríguez Zapatero llegó al poder el 14-M de 2004 con la explícita disposición a auspiciar la revisión del Estado de las autonomías, que debería complementarse con una reforma constitucional del Senado (y con otras tres reformas constitucionales de menor entidad) que diera coherencia a una cierta 'federalización' del modelo. Pero el líder socialista no ha visto correspondida su creativa propensión a las reformas, ni por los nacionalistas periféricos ni por el Partido Socialista catalán, integrado en el PSOE pero bien poco solidario con sus correligionarios del resto del Estado. Maragall en concreto ha arruinado buena parte de su prestigio político al haber demostrado su incapacidad de auspiciar un proyecto de Estatuto de autonomía racional, moderado, constitucional y moderno. Y, en general, la clase política catalana, la que supuestamente se caracterizaría por el 'seny' proverbial y por su elegante estilo europeo, ha dado un patinazo muy serio al comprometer a toda la ciudadanía de Cataluña en una propuesta inabordable, desaforada, pésimamente construida, cargada de más anacrónico intervencionismo, sectaria, insolidaria y, por añadidura, inconstitucional. En la gestualidad del presidente Zapatero de estos días, en los que el jefe del Ejecutivo va fijando hábilmente su posición con respecto al proyecto de Estatuto, se advierte un inocultable rictus de decepción. Se podrá decir, y con razón, que quien siembra vientos recoge tempestades pero, si se contempla el panorama con algún rigor (y no sólo con el afán de explotarlo políticamente a toda costa), se concluirá en que la mayor parte de la responsabilidad del embrollo estatutario corresponde a unos concretos líderes políticos -Mas, Montilla, Maragall, Carod- que no han sabido responder adecuadamente al reto histórico que se les planteaba, ni siquiera redactar un texto estatutario congruente y eficaz, que no fuese la burda superposición (contradictoria en muchos aspectos) de proyectos distintos ni el resultado de una competición en la que se dirimía quién era más nacionalista o más irresponsablemente audaz en sus planteamientos. En lo referente a la actitud del PP, es claro que hace bien la oposición al oponerse, al pescar a río revuelto, al criticar las desviaciones de unos y de otros. Pero no deberían perder de vista Rajoy y los suyos que, de un lado, tras la propuesta catalana está el 90% de la sociedad de Cataluña. Y, de otro lado, que no sería legítima una estrategia de oposición que provocara confrontación entre regiones o que demonizara a Cataluña. La evidencia de que tenemos un problema nos abarca a todos, y no es lícito desmarcarse de él para agravarlo con el pretexto de que se está cumpliendo una obligación. Es precisamente en estas coyunturas delicadas, en las que la crisis es real y su no resolución puede provocar serias fracturas, cuando más necesaria resulta la serenidad, la capacidad de hablar para entenderse y sin gritos, la habilidad para persuadir y negociar. Y eso es lo que irremisiblemente debe hacerse con el proyecto de Estatuto: reescribirlo de nuevo.

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