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JUSTO junto al prado en que nací nace un monte alomado y barranquero que nació para ser bosque y para el nacer. Es el monte que abriga la espalda del santuario de Manzaneda. Tiene ladera pindia y caminos carreteros entre robles con mucha mueca en sus raíces al aire en cuyos recovecos guarece un tejón o un raposo; tiene ese monte algún balcón aterrazado y, sobre ellos, arbolones de sesenta, cien o más años. Crecían ahora libres del hacha, porque desde que llegó el butano a los pueblos, las suertes de leña se libraron de la segadura obsesiva. Ya ese monte sufrió tras las guerra civil una peladura canalla porque el hambre de entonces y la devastación de cada casa dictó barrer existencias y despensas. Después dejaron tranquilo al monte y fue recuperando su talla roblona; se recomponía el paisaje. Pero hace unas semanas se me secó ese trozo del corazón donde se guardan los recuerdos porque ya no estaban. Los apearon. Matarile. Les han mandado a la chimenea, que sólo a eso se destinan estos robles leoneses de los que únicamente un tres por ciento es maderable, o sea, carne de carpintería. El resto es brasa de estufa, tocón de chimenea de chalet «endosado». La parcela «segada» no ha respetado ejemplar alguno en pie que amortigüe un poco la calva, la desolación. Ahí se taló a matarrasa, a hoja seguida, de a hecho, se rapuchó y se asoló. Hay motosierras que también son fuego. Y sus dientes los afila la voracidad. El valor en mercado de esos arbolones apeados es puta calderilla que no cubre ni la centésima parte del crimen natural que significa. ¿Y pa qué?... Eso es arramplar, codicia barata. El dueño de ese paño de robles estaba en su derecho a este apeo feroz, pero, seguramente, si hubiera preguntado, muchos le hubiéramos pagado esa «leña» con tal de indultar a estos árboles del hacha y de las ganas de pacer y liquidar que tienen algunos. Uno concluye que a los leoneses no les gustan los árboles que tienen bajo su dominio, especialmente los centenarios, los arbolones. Para muchos lugareños, un árbol en pie sólo puede dar duros, mala sombra y hojarasca en otoño, así que sin encomendarse a san Bartolomé, patrono de los serruchos, decide que lo mejor es talarlo y que no tape la fachada de su casa que horteramente revocó con azulejo.