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Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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HA SIDO NECESARIO que pasara sobre mi alterada biografía, nada menos que un siglo o poco menos, para darme cuenta de lo que el día 12 del mes de octubre, suponía para los españoles de la época. Sobre todo para los niños que por entonces éramos, a los cuales se les utilizaba para todas las soflamas, saraos patrióticos y exaltaciones heroicas, aparte claro es, aquellas conmemoraciones de índole cultural y de raíz ibérica que servía adecuadamente, o al menos eso aseguraban nuestros maestros, para mantener la tensión nacional entre las generaciones. Así en este día, sin duda el más cargado de sugestiones de todo el calendario zaragozano, leíamos El Quijote y plantábamos un arbolito para que durmiera el pavo real. La Guardia Civil desfilaba por las calles toda de gala y los arrapiezos seguimos a la formación lo mismo que en la Semana Santa, escoltábamos al Nazareno de los Franciscanos. Eran tiempos tan distintos a los actuales que uno, que se considera un poco superviviente, no acaba de entender por qué milagro de la Virgen del Mercado, habíamos conseguido ser tan buenos, tan obedientes, y amigos de los pobres, de los enfermos y de las señoras ancianas. Se celebraba en esta fecha esencial de la naturaleza española, el Día de la Raza, o sea la epopeya del descubrimiento de las otras Españas, de nombre o santo y señor América, de Américo Vespucio, de Pizarro, de Hernán Cortés y demás miembros esforzados e ilustres de la España heroica y galante de la que nos sentíamos orgullosos, hasta Trafalgar. Y no es que intentemos siquiera poner ante la pared a los jóvenes de esta hora nuestra de Amilivia, de Zapatero y de los nuevos campeones electorales sobre cuyos hombros poderosos depositamos, seguimos depositando, nuestras esperanzas. Ahora, desde el pasado día 12 del año de desgracia del 2005, y antes incluso, se nos amenaza con la disgregación de la España que costó tantos trabajos y tantísima sangre reunir y conservar. Y la raza se nos confunde entre colores que nos avisan de la invasión, escalera en mano, de negros, amarillos, anaranjados y hasta blancos. ¿Qué raza es la que exaltamos hoy? ¿La que resulta de la fusión del indígena con el foráneo dispuesto a discutir con todos sus derechos a comer cuando menos una vez al mes cada día?... El llamado Día de la Raza, tenía tal carga de bisutería patriótica que acabó por parecernos hasta ridículo andarnos con zaragateos conmemorativos, plantación de arbolitos en los arrotos de la Corredera y recordaciones de los descubridores y de los fundadores. Era, pese a todos los ringorrangos que rodeaban a esta fecha tan señalada, un día de españolidades, fueran estas ciertas o de mera apariencia en contraste -ahora nos damos cuenta- con la fría indiferencia con que hoy, seguimos algunos de los actos que insisten en incluir esta fecha histórica y rica en capítulos memorables de una historia que merece la pena, a pesar de todo. Y yo no digo ni dejo de decir sobre tan extraordinaria fecha nacional que debemos obviar toda intervención popular, sino que las autoridades más aficionadas a estos actos, revisen sus principales menciones descargando a la conmemoración de tanta ganga como le ahora. Por ejemplo, no deja de ser contradictorio que forcemos a los escolares a plantar arbolitos, cuando está claro que solamente sirven para que sean pasto de las llamas provocadas por agentes criminales, acaso al servicio de negocios nada santificantes; ni parece normal que nos esforcemos, con nuestras ONG en salvar a los hambrientos de sus tristes destinos, cuando cerramos todas las puertas e inventamos una ley de extranjería que a lo que parece no sirve sino para arrojar a estos míseros desesperados a los arenales de la muerte.

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