Del reírse
EL CIELO cazurrote de estos días es ciertamente toldo de difuntos, catafalco gris naval y plomo como esas penas de luto o alivio que hoy se enfrentan a sus recuerdos muertos, los que un día al año resucitan a medias para después volver ellos a lo suyo y nosotros a lo del jefe. El día de Difuntos es cuestión de gabinete para este país, inexcusable rito de conjugar la muerte. Nos viene de raza y siglos en esta patria ténebre que saca a la calle en procesión solemne más de trescientos Cristos muertos y tan sólo uno resucitado. Nos va la muerte. Nuestras liturgias de difuntos son severas, frías y nubladas de incienso y responsorios. Vivimos en un «de profundis» y morimos con aleluyas. Nos dijeron que el dolor purifica. En el cementerio se llora, se quiebra el gesto y se susurra. Que no despierten. Pero en un cementerio mejicano, sin embargo, mañana sonarán canciones y a los muertos se les va con fiesta. Allí a los difuntos se les recuerda convidándoles a celebrar la vida y a reírse de la muerte, a la que representan con calaveras de confitura, esqueletos de la risa, máscaras, repostería macabra y monigotes de la Parca que no consigue aterrar entre danzas y gentes tomadas que buscan y encuentran en la botella un pedo mortal, pues mortales somos. Hay comidas campestres en camposantos de aquel país mientras se limpian sepulturas, se curiosea la escena y se adorna todo con floripondio y colorines, serpentinas, agasajos, tracas, salpicando las lápidas con asperges de tequila... y vomitando alegrías. En los cementerios de Argelia o Egipto hay gentes pobres que incluso se alojan entre tumbas o en nichos vacíos. Viven, comen y duermen entre los muertos... porque ellos también lo están. Y no hay miedo. Lo que inquieta de nuestros cementarios es su tapia ciega, su puerta trancada con cadena para que no escapen. Los cementerios rurales protestantes no suelen tener tapia ni cerca; son sólo lápidas sobre tapete de césped. Es la diferencia entre concebir la cosa como un jardín o como un depósito. Miedo no dan, pero sí sobrecogen las tumbas del suelo en claustros y catedrales. De crío creía que pisarlas era pecado y andar por esos lugares era jugar a no pisar raya. Mi amigo las pisaba y se reía. La risa, decía, es el insulto que más cabrea a la muerte.