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A RENDIRSE tocan. Esta tierra a la que preñó fecundamente el Lacio y Europa enriqueciendo su propia cultura y exportándola, es hoy colonia invadida y copia papagaya. La tele manda; el imperio decreta: hágase la fiesta de Halloween, jalogüin, cágate. Y va y se hace. La chavalería, cuyo retablo de iconos es un telefilm americano, adopta esta tradición americana de festejar la cosa difunta con un carnavalillo de ropajes macabretes, brujas y caras de cadáver yendo por las casas a chuelar propineta o golosina prometiendo en su defecto un susto que es de esgüeve y de niño gótico. No tengo nada contra la fiesta, cualquiera que sea y aunque se importe papanatamente de los lugares más remotos, porque la fiesta es el lugar donde mejor se encuentra uno con el corazón de los demás, la fiesta es patrimonio del alma y universalizarla es algo que enriquece; pero esta fiesta en concreto me da un poco por la reversa. Es copia vulgarota y no necesariamente oportuna, puesto que estos cortejos de chavalería o mocerío reclamando por las casas viandas, natas, chorizos, golosinas o una «perra pa san Juanín» tienen aquí varios siglos de rodadura y fueron uso común en nuestros pueblos hasta que la coruja de la muerte los depobló y la tele los confundió. Requisar por corrales algún conejo o montar un domingo tortillero para que la mocedad ensaye una merendola o un «arrimao» es asunto viejo de nuestras gentes. Y el disfrazarse, no menos; aunque con una sutil diferencia: allí los ropajes y disfraces -incluso la propia fiesta- se compran, es consumo; aquí, la fiesta y los andrajos no se pagan; se hacen, se inventan y con unos zajones de pellejo, un tabardo ametrallado del abuelo, un traje de zarzas y un capirote con cuernos salía cualquiera a la calle haciendo el birria, el guirrio y aventando faldas. Solían acomarse estos festejos populares a fechas navideñas en la noche de san Silvestre, otros por Reyes o en la luna ancaresa del maranfallo de enero y, normalmente, por carnavales. Zafarrones y andrajos, antruejos y jurrus. Ya ves. Y ahora, jalogüin por cojones; o fiesta de fin de curso vestidos los guajes con togas de raso y becas en la mollera como si fuera la cosa graduación americana, gorras neoyorkinas para el tonto más moderno del barrio... y los «titos de Corbillos» convertidos en un rap.