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DE NUNCA hubo por aquí afición a las setas. Razones: la ignorancia, el miedo y su falta de valor. Al que comía setas se le tenía por comegaspies (gaspia: lo que queda tras comerse una manzana), por muertodehambre, más que por temerario. Para atropar esa lotería de Satanás y guisarla había que estar muy necesitado, pensaba el común. Otro tanto ocurría hace un siglo con los cangrejos, despreciados en la cultura de riberas por insustanciales y por bien mostrenco que nadie aprovecha. Cuando me iniciaron en las setas, allá por los sesenta, éramos nadie los que íbamos a atropar por carbajales o baldíos. En cuanto a comerlas, poco recetario había entonces: revueltos para senderilla de corro, potaje patatero con costillas viudas para el níscalo, ajillo para la de cardo y plancha leve para la cesárea. También hacíamos guisotes con la de los caballeros, la portentosa, la asquerosa pie violeta, el puto champiñón, la orejona de chopo o la de primavera, ese sanjorge perrechico que a mí me parece vulgarillo, con correa y con un sabor de harina mojada y moho como si estuvieras lamiendo un adobe con verdín... Con los boletos no nos atrevíamos entonces porque ahí estaban residenciados todos los pavores y el cólico miserere. Sólo algún colega que tenía la guía de setas de Iberduero se jactaba de conocerlos, pero de sus tortillas y experimentos no nos fiábamos ni un pelo. Después, poco a poco, se fomentó la cosa micológica y así la ciudad podía seguir yendo al campo aunque no fuera verano. Algunos pueblos, incluso, comenzaron a sacarle al monte su tajadita setera o boletera y su buena pasta, pues una familia del entorno de Tabuyo podía sacarse cuatro sueldos en la otoñada. Ahora, casi hay tortas por un quítame allá ese edulis. Y la cantidad de enterados que circulan por la pedantería hablando latín botánico son ya peste. Pero con el tiempo uno economiza esfuerzos y limita gustos. Hace tiempo elegí por reina a la de cardo por su tersura «al dente» y un tacto gelatinoso en la boca que es lujuria guapa, aunque el verdadero gozo es buscarlas por cuestos y parameras frecuentadas de rebaños; entonces el paseo es bucólica virgiliana, charleta con el pastor (el mejor espía de setas) y un cigarrillo al aire, que aquí no hay guardias que vengan a apargártelo con un código en los morros.