Diario de León
Publicado por
Antonio Núñez
León

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EL TÍTULO de la novela de Larry Collins y Dominique Lapierre sería muy socorrido y facilón si no fuera porque son ahora más de doscientas ciudades francesas las que están que arden por mor de la intifada que llevan a cabo en aquellos arrabales los nietos de los pieds noirs argelinos y marroquíes emigrados cuando la descolonización del Magreb. Son los mismos que cruzan España de vacaciones cada verano camino del Estrecho y colapsan los ferrys y las áreas de servicio de las gasolineras en coches abarrotados con familias numerosas de ida y vuelta. Aquí la Guardia Civil les da agua y todo lo necesario sin contar si caben todos en los cinturones de seguridad, como se hace con los nacionales, pero por una vez el Ministerio del Interior tiene razón en hacer la vista gorda: que circulen. De los años mozos uno recuerda que Francia era ya entonces el país de asilo por excelencia. Y, como lo propio de joven es ser antiamericano sin renunciar al cubalibre, servidor se chupó en los teletipos de esta profesión toda la revolución del ayatolad Jomeini, que dirigía desde una alfombrada residencia parisién el secuestro de cuatrocientos rehenes gringos y las rebajas monárquicas del bazar de su pueblo. El clérigo islamista parecía un tipo serio en comparación con Farad Diva, estábamos hartos de las medallas de Franco y del Sha de Persia, no entendíamos cómo las dictaduras podían mantenerse erguidas con tanta chatarra en la pechera sin inclinarse por su propio peso ante los Estados Unidos sin romperse la columna vertebral y decidimos apostar contra el yanki. Lo que vino después no merece la pena recordarlo, más que nada porque todavía ahí sigue: los partidos políticos, a la porra; arriba el pulpito y abajo el parlamento; y las mujeres a ponerse el velo hasta los pies como aquí en las procesiones de Semana Santa, pero todo el año. Los franceses, que siguen siendo muy suyos, lo tienen bien merecido, aunque ahora, en vez de la multiculturalidad o la alianza de civilizaciones de Zapatero, hayan optado por implantar el toque de queda. Hasta en los avances pluriculturales una retirada a tiempo es una victoria, como dijo Napoleón antes de que le zurraran en Rusia y eso que eran todos rusis blancos como la nieve. Ahora el futuro de no pocas barriadas francesas es negro, por lo menos de noche, quién sabe si también para despistar a monsieur Chirac. Cuando en Francia han ardido miles de coches en las calles, varias docenas de escuelas y locales públicos -los contenedores de la basura ni se cuentan, madame- es difícil predecir lo que pueda deparar el futuro. De momento en Francia se rascan y en Bélgica y Alemania empiezan a notar picores. Aquí también hay pulgas. Ha dicho la periodista Oriana Fallaci, otra diva progre de nuestros años mozos, ahora reconvertida, que la invasión europea del Islam está empezando por las barrigas y lo de más abajo: la inmigración árabe viene a comer y luego se multiplica como conejos en camadas de ocho crías o más. La Oriana debe saberlo, porque, a mayores de no haber tenido nunca fama de estrecha, llegó a matrimoniar con un palestino, si bien sin mayores consecuencias en el libro de familia. Y debe de ser también verdad lo que dice y escribe ahora, porque tiene un cáncer de los de no te menees. Le queda poco de vida y nada qué perder a estas alturas. España es la puerta de entrada de la inmigración hacia Europa lo mismo que aún no hace tantas décadas fuimos también la puerta de salida. Como la gente es reacia a leer libros se recomienda visionar, para lo primero, las películas de Torrente y, para lo segundo, las de Alfredo Landa. No es que la filmografía hispana vaya camino de ir a peor desde los tiempos de «Ven a Alemania, Pepe» o «Bajarse al moro», pero tampoco va a mejor. En todo caso anda uno perdido por la calle, como pasa casi siempre después de discutir con la señora y entra en un bar cualquiera para curarse la depresión, que antes se llamaba mala leche y es raro que no te sirvan una colombiana o una dominicana, ambas muy muy majas: España ha tenido la suerte de tener esta inmigración, según se comenta a menudo en el barrio. Hay gente, incluso, que se integra demasiado, pero allá ellos y ellas, porque aquí no somos racistas. No es lo mismo, en cambio, en París, donde no puedes rajar con una mora ni de coña. Le da a uno que aquí las moras también se dan mal, más que nada por el clima , y en tocante a eso aquí nadie es racista. «Yo sólo soy el hombre del tiempo», diría Zapatero el próximo año que vuelva a la ONU, «así que dialoguemos con Katrina. las isobaras y el hucarán Bin Laden». «Al mal tiempo buena cara», es lo único que se ocurre también a un tal Moratinos.

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