Diario de León
Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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1955 Franco para mí no existía y yo tenía un mundo pequeño, pero invencible: mi madre, mi padre, mi casa de la calle Camino de Santiago de Ponferrada. Y mi hermano en la cuna. Franco pasaba por allí cada verano, junto a la casa, camino de la Coruña, volviendo. Pero yo no sabía nada. No sabía qué era Franco, ni España, ni Ponferrada. Ni los dioses ni el tiempo. Yo sabía padres y hermano. También conocía las noches, algo. Y la luz eléctrica. Y la eternidad, entonces. 1962 Vino Franco a Ponferrada, en casa buscaron unas banderas, yo no las había visto nunca. Las banderas, insistía preocupada mi abuela Florentina, esposa de mi republicano abuelo Higinio, ajeno a aquella zarabanda. Y se pusieron las banderas en el balcón, y pasó Franco. ¡Cuánta gente en la calle...! Ha venido por lo de los pantanos, contaban. Y los obreros vestidos de domingo, trajes azul eléctrico, y Franco saludando desde el coche, rodeado de guardias moros. Yo lo vi en la Avenida de España, esquina a Fernando Miranda. Para entonces sabía que Franco era el que mandaba, ya era bastante. Y me pareció mucho más viejo que en la foto de la escuela, a la derecha del crucifijo, al otro lado de un hombre joven, un tal José Antonio decía la maestra. 1964 Franco volvió a León: palios, gallardetes, muchachos disfrazados de santos, guardias civiles, vicarios, militares, falangistas, guardias civiles, milicianos de Cristo, legionarios del sexto mandamiento, mujeres con mantilla, apóstoles rurales, beatas de repostería, adoradores del alfoz, escolanías, carteristas, vinos y comidas, autocares, humo, sudor, un cardenal de Lima, capelos y custodias, comuniones colectivas, confesiones masivas, contriciones sospechosas. La iglesia y la espada celebrando aquella gran demostración nacional-católica que llamaron congreso eucarístico universal o algo así. Humo. 1972 Franco, al fin, conocido. Franco el dictador, el rencoroso jefe de un estado que se había ido poblando poco a poco de clases medias urbanas, de gentes sin ideología, felices de la seguridad ciudadana y del fútbol, más o menos como ahora (aunque la seguridad empeoró). Franco de la televisión estúpida (y, con todo, menos que ahora, lo que resulta inconcebible). Franco de la sospecha permanente, de la policía política. Franco de las cárceles para los sindicalistas, ésos si que conocían la tortura. Y para los comunistas. Franco que no terminaba nunca. Nosotros, los amigos, hacíamos cálculos: un año más, como mucho dos... Pero todavía Franco, esa cortina, esa niebla. Y las novedosas broncas en casa: con mi padre, conservador él, y con mi tío José que había hecho la guerra en Teruel; y mi madre que nos apoyaba, a los hijos rojos. Pero no éramos rojos. Queríamos un estado normal, una democracia. Queríamos las libertades políticas. Y luego que cada uno se acomodara donde quisiera. Y así pasó, que uno se fue volviendo liberal, aunque digamos que de izquierdas. Liberal de la Constitución de Cádiz y de la de 1978; cada día más unido a esa patria de las leyes, precisamente ahora, cuando tantos políticos juegan con cinco siglos de historia común. Con la vieja nación. 1975 Estudiaba en Madrid, vi pasar el féretro de Franco. Por la plaza de España, rumbo al valle de los Caídos, aquel entierro de llantos castrenses. Franco, entre bigotes viejos, camino de la nada. Y de la historia, aunque no nos guste. Y del dolor de millones de españoles. De cientos de miles de muertos, el país destruido. Pero soy de los que piensan, sinceramente, que no fue posible la paz.

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