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Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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MI TÍA FEDERICA, la del pueblo, no se cansaba de repetir al Amancio, su único hijo, que fue concebido por obra y gracia de Dios y de la enorme capacidad amorosa de gran esposa que era mi tía, hasta la muerte de su no menos querido esposo. Y fiel a esta consigna, que nadie sabía de dónde le venía, consiguió que el su muchacho tan amado, se conservara casi virgen y puro incluso en sus relaciones con Amalia la Petarda. Pero no en todos los sitios nacen rosas y claveles reventones. Por ejemplo en el Barrio de Carabanchel de la enormísima capital de España, Madrid, cuna de la princesa destinada a ocupar los más altos puestos en la escala monárquica de Isabel y de Fernando, de Felipe y de Leticia. Pues cuentan los cronistas que en dicho clásico escenario, vivían, en una alcobita, aunque con derecho a cocina, dos enamorados procedentes nada menos que de Venezuela y de Colombia, y se supone que adscritos a la nómina de inmigrantes más o menos legales. La vida, su vida, era todo lo difícil que es para oriundos del país, o sea nacidos y criados en La Corredera o en San Mamés o en Las Ventas y mal que bien, aunque más bien mal que bien, los dos muchachos, ella ya con 26 tacos sobre las nalgas y él a punto de cumplir los veinte, iban tirando, no sin que ello no diera lugar a frecuentes estrépitos verbales, que conseguían anular los efectos turbadores del amor. Porque como solía repetir mi tía la del pueblo, «Donde no hay harina, compañero, todo es mohina» o sea cabreo y ayunos y abstinencias de todo, hasta de consolarse haciendo el amor; aunque ellos, por suerte ya lo tenían hecho desde que decidieron pasar el charco. Y así como entre los indígenas, cristianos viejos y amigos de la caza con hurón, no se conseguía por más sacrificios que se impusiera la camada, coronar el mes sin quebranto, estos dos venezolanos de nuestra verídica historia, no cerraban las cuentas de cada día, sin que a la hora de los sueños y de las ilusiones no se enredaran en discusiones, en su idioma, que venían a poner de manifiesto la escasa capacidad de convivencia que ambos tenían. Menos mal que los debates, como los de los parlamentos más democráticos, acababan en nada, pero siempre dejaban un poso de resquemor, resentimiento y aún de recelo amoroso, porque nunca nadie esta exento de caer en la tentación, que decía el muchacho enamorado. En un momento dado de su peripecia amorosa, la muchacha recordó los consejos de su madrecita, que no se cansaba de aconsejarla sabiamente: «Hija mía de mi vida, si tu quieres probar fortuna en España, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, pero, coña, hija del alma, no me vengas después con reclamaciones si el colombiano que has elegido como compañero te sale rana». Y como todo llega en este mundo, la pareja alcanzó el día fatal, en el cual las discusiones consiguieron la tremenda tensión de un debate de las Cortes españolas sobre el Estatut catalán. Y al muchacho desperado y no sabiendo como calmar la furia de su amada, se le ocurrió decirla: «Si lo que quieres es matarme, esta es mi pistola». Como Guzmán cuando lo del cuchillo. Y fue la iracunda venezolana y siguiendo las propias indicaciones del amante, le pegó dos tiros que le dejó seco. Y es lo que diría mí tía la del pueblo: «De todo lo cual se infiere que el que es tonto es porque quiere»