Un Papa con tricornio
Benedicto XVI celebra hoy una misa en San Pedro con motivo de la Inmaculada Concepción, en la que conmemorará el 40 aniversario del Concilio Vaticano II.
El Vaticano II es un concilio aún por descubrir en la misma Iglesia y aunque se han levantado voces favorables a un Vaticano III numerosos cardenales y teólogos, e incluso el mismo Papa, piensan que todavía tiene vigor y que lo que hay que hacer es poner en prácticas las decisiones adoptadas. Muchas de esas decisiones, según teólogos «progresistas» fueron arrinconadas durante el papado de Juan Pablo II, al que acusan de «acabar con el espíritu y la letra» del concilio tras rodearse del sector más conservador de la Iglesia. Esas acusaciones han sido rechazadas por destacados cardenales, entre ellos el francés Roger Etchegaray, que manifestó que tras ese Concilio el mundo ha conocido una de las más fuertes aceleraciones de la historia y que, aunque en la aplicación de las decisiones se han producido en estos 40 años «excesos y olvidos», sería injusto ver sólo las sombras en la Iglesia. Gracias al Vaticano II, según Etchegaray, la Iglesia se preocupa siempre más «de vivir en la caravana de los hombres y de manifestar a Cristo entre los hombres». Según Cesar Izquierdo, director del departamento de Teología Dogmática de la Universidad de Navarra, la aplicación del Vaticano II no es tarea fácil y Juan Pablo II se vio en la necesidad de discernir rigurosamente «lo que era aplicación auténtica del Concilio de lo que había sido más bien un pretexto para acciones y procesos que tenían más de fosa que de construcción de la deseada renovación». Para Izquierdo, el «espíritu» del Vaticano II ha sido en muchos casos «una excusa para actividades anárquicas» en la Iglesia. El Concilio Vaticano supuso el pase de una Iglesia encerrada en si misma a una libre en un estado libre, sin teocracia, que se sentía parte del mundo y que se abría a sus problemas. Los 2.540 obispos reunidos en la basílica de San Pedro, procedentes de todas las partes del mundo, aprobaron la reforma de la liturgia, cuyos cambios más visibles fueron la adaptación a las lenguas vernáculas y el que el sacerdote oficiase de cara a los fieles, sin darles la espalda, como hasta entonces. El Concilio aprobó el ecumenismo, con la mirada puesta en la unidad de todos los cristianos; canceló la acusación a los judíos de deicidio, promulgó la libertad religiosa y aunque reivindicaba su verdad como auténtica y única renunciaba a imponerla a los demás. Reconoció a la democracia como el sistema idóneo, dio mayor papel a los obispos y a los laicos y volvió a definir la familia y la relación matrimonio-fecundidad. Aunque resaltó el papel de la mujer, el Vaticano II no abrió las puertas del sacerdocio a la fémina, tampoco abolió el celibato, ni tocó otros temas como el control de la natalidad. Problemas sin resolver Después de cuarenta años, que el Papa conmemorará hoy, junto a la Inmaculada Concepción, con una misa en San Pedro, esos problemas siguen sin resolver y aunque Juan Pablo II los dio por cerrados, con la llegada de Benedicto XVI sectores de la Iglesia han vuelto a proponerlos, aunque la respuesta de nuevo ha sido «no». Se levantaron voces favorables a un nuevo concilio, el Vaticano III, para dar el empujón final a las cuestiones no encarriladas y sobre todo para buscar nuevas fórmulas de colegialidad para el Gobierno de la Iglesia. La voz más destacada fue la del cardenal emérito de Milán, el jesuita Carlo María Martini, quien en el sínodo de obispos del 2001 dijo ante Juan Pablo II que había «soñado» con un instrumento colegial «más universal» para los obispos en el que «todos juntos» pudieran tratar las materias más candentes de la vida social y eclesial, como la participación de los laicos y las mujeres en la Iglesia, la sexualidad, la disciplina de matrimonio y el ecumenismo. El papa Benedicto XVI se puso ayer varios gorros militares que le ofrecieron al final de la audiencia pública de los miércoles, entre ellos un tricornio de la Guardia Civil española que, sonriendo, se colocó sobre el solideo. Ocurrió cuando abandonaba la plaza de San Pedro en el «papamóvil». Un miembro de un grupo de guardias civiles presentes se acercó hasta el Pontífice y le entregó el tricornio, que el Papa con gusto se colocó sobre su cabeza, mientras era fotografiado. También se había puesto un «colbacco» de un oficial del Ejército italiano.