CORNADA DE LOBO
Gocho difunto
EN UN LUGAR de la Omaña (¿de la Humania?), de cuyo nombre no podré olvidarme (en fondo de saco anda, allá por el Valle Gordo), hace ahora unos quince años, un día febrerino azotado de hielos, se certificó ante mis ojos un comenzar a morir sin remedio de la que llaman cultura rural y sus valores tradicionales (si es que fueron ciertos algún día y no sólo virtualidad literaria de quienes huronean bibliotecas provinciales para atropar, beben panegíricos de cronista oficialísimo para cebar el orgullo y jalean exaltaciones folklóricas de todo cuño con espoleta retardada). La realidad parece cosa distinta de eso que pintamos en cromos y propagandas los de piso cuando nos ponemos a hablar de las Arcadias felices de la cazurrez, del ingente patrimonio y de todo ese humo que salía de una hoguera que no conocimos y, sobre todo, no padecimos (como si tocáramos un rabel con cuerdas hechas de tripa de gamusino). Pues bien, aquella mañana omañesa andaba yo pesquisando en ese pueblo nombres, curiosidades y rasgos particulares de la zona que irían en un librejo que preparaba sobre ese sitio. No había bar en el lugar y sólo una cantina atendida por turnos abría a la una de la tarde para chateos y café. Allí me personé. La paisanada toda estaba de córpore insepulto aburriéndose con sus rutinas. Fui novedad. Saludé y me dirigí al azar a uno de la concurrencia por trabar una charla que acabó siendo aleccionadora. Automáticamente, la mitad de la peña se fue al extremo del tablón que hacía de barra ignorando o castigando con indiferencia nuestra animada aunque poco fructífera charla (pero achusmando, afilando la oreja como putas raposas). Le preguntaba a mi interlocutor sobre tradiciones que se mantuvieran en el lugar. Nada, todo eso se perdió, decía (era un rato largo pesimista aquel paisano). ¿Y comidas especiales, platos típicos? Nada, no queda nada. Bueno, pero al menos habrá fiestas tradicionales. Tampoco, sólo la que organizan los veraneantes. No jorobe, paisanín, algo habrá. Nada. Bueno seguro que, al menos, siguen haciendo ustedes la matanza. Y aquí vino el tío con su muerte popular certificada, porque me contestó con raspe de lija y profundo asco vital: ¿Matanza?... ¿Pa qué?, ¿pa que vengan los hijos y te la coman?... Y allí dejé el cadáver de un tiempo difunto.