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CUADRADITO en la mollera le quedó al pontífice el tricuerno que se calzó a instancias de unos guardias que el otro día asistían a una audiencia pública en Roma. Toda España lo puso de foto en sus portadas porque no se ve todos los días un papa tocado de picoleto. No se me ocurriría aquí decir lo que, según el chiste del gitano, se le ocurrió automáticamente a su santidad nada más ponerse el tricornio, porque «esas» ya las da él de «motu proprio». Lo cierto es que cuadraba la talla del sombrero de charol a la cabeza pontifical, cosa que no es frecuente, pues hay pocos guardias a los que les siente canónicamente este emblema de la benemérita; o sobra cabezón o falta tamaño, como si al entrar en la casa cuartel se los dieran a medida; a medida que van llegando. Para calzárselo bien, además, hay que encasquetárselo como hacen los toreros con su montera, como apretando de adelante a atrás sin revoltijar la pelambre, embutiendo allí el tarro hasta las cejas; y a continuación puede decirse, como el matador castizo, «¡dejazme zolo!». Este tocado «civil», hay que decirlo, acojona per se, infunde un temeroso respeto y nos despierta en nuestros poco inocentes interiores un sentimiento de infracción o delincuencia. Lamenté en su día que lo retiraran de la circulación y lo reservaran únicamente para ceremoniales desfilantes y paradas de patio de cuartel. Mucho más anacrónico y de opereta cuasibufa es el «colbacco» de los carabinieri y esos otros sombreros tiroleses con escarapelas y perifollos que aún llevan las brigadas alpinas y, sin embargo, ni se avergonzaron de él ni renuncian a seguir usándolo. Aquí hemos apiolado al tricornio para sustituirlo por una gorra horrenda que parece de gasolinero americano o una ensaimada verde sobre la testa del señor agente, gorra gorrera que ni brinda el repeto ni agüeva a nadie ni luce de lejos ni cuadra de cerca. Vuélvase, pues, al tricuerno, ahora bendito por haberse instalado en lugar reservado sólo a mitras y tiaras (que suprimió Pablo VI con razón, pues parecía la tiara huevón tricoronado sobre el cogote papal). A Maya Plisetskaya le chiflan los sombreros y la primera vez que vino a España le regalaron un tricornio. Le pirró y se hizo española. Aquí, hace quince años, le regalamos entre cuatro un sombrero maragato y no volvió jamás.

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