CORNADA DE LOBO
Esa bombonera
HAY QUIEN no necesita que hoy le toque la lotería porque a gusto va con la pedrea o el ordeño que cada día va pillando. Supongo que algo parecido le sonríe a quien está convirtiendo la fachada de la vieja plaza de toros (coso de esta ciudad que parece vendida o subarrendada) en gigantesca valla publicitaria con su negocio de propagandas horrendas, plasticonas y de colorete chirriante hasta la repelencia o el espanto. Crece la cosa. Imparable. Y el mal gusto. Se tupe de diseño modorro la mirada y de insolencia pedera la contemplación de un edificio que es singular, catalogado y monumental. Inconcebible. Empezó la cosa con colgaduras y pancartonas y ahora es ya gangrena, dolor de ojos y pasteleo, porque tiene visos de acabar convertida esta belleza arquitectónica en enjambre de cartelones diseñados por alguien que debe rular con un arado en la mollera y con el más depurado estilo de un embutidor de morcillas. Provinciano y paleto es el alarde donde los haya. La cosa es que esa plaza, desfigurada en su respeto al proyecto original y humillado su arquitecto o su memoria al verla cupulada y convertida en bombonera, fue mejorada con dineros públicos -muchísima tela gansa distraída del común-, aun siendo privada la propiedad y, a lo visto, tejemanejeado su uso. Así que algo tendría que decir la municipalidad en estos abusos propaganderos sobre una construcción singular y única en el patrimonio arquitectónico urbano. Porque ¿hasta dónde serían capaces de llegar empapelando esa fachada? Que les dejen. Y resulta que les dejan (por favor, que no les pongan cerca de la catedral o nos la tapizan de anuncios y plastones, vive Dios... o muere en el altar del negociete publicitario). Esto de infectar con vallas y reclamos es asunto ya infumable en pabellones deportivos (les llamábamos palacios del deporte), esos que ya no parecen una cancha y unas gradas, sino una guía comercial desparramada y obsesiva que ensucia y parasita, una contaminación que satura, siendo difícil ya distinguir a los jugadores que corren entre un crucigrama de anuncios estampados hasta en el propio suelo. A quienes diseñan estas publicidades tendrían que confinarles, como a las putas en tiempos de Quevedo, en casas de observación. Hasta que aprendan.