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CRÉMER CONTRA CRÉMER

La hora del gran balance

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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NUESTRO ÍNCLITO Y SIEMPRE bien recordado presidente, fenómeno que no suele producirse ni siquiera en este tiempo cuasi sagrado, en el que hasta el Papa de Roma se viste de guardia civil, pues ni siquiera ahora y en la hora de los balances, tienen nuestras penas consuelo, acaso, quien sabe, por aquel resultado moral de la copla bien aplicada: «Ni contigo ni sin ti/ tienen mis penas consuelo,/ contigo porque me matas/ y sin ti por que me muero»... Tradúzcase la letra a la actualidad política, económica, cultural y religiosa de todos los relojes españoles, con licencia para dar la hora, y efectivamente nos será dado comprobar que efectivamente estamos que damos la hora por todas las campanadas peninsulares. La hora mala, que diría mi santa abuelita la pobre, acostumbrada a la práctica de la verdad aunque esta nos perjudique: Nos encontramos en este difícil cruce de caminos que es siempre el final del año, ante la obligación de presentar el resumen de nuestro vivir, de nuestro sentir y de nuestro analizar. Todos somos lo que la circunstancia nos impone y el contagio de los que nos gobiernan. Y si no damos una en el clavo, dígase lo que se quiera, la culpa de tal situación la tiene el gobernante, el estadista, el poseedor del poder. Al resto de la comunidad le toca sufrir con paciencia los gañafonazos de la vida y tirar de la cadena. De modo que pensar que también a nosotros, los hombrines de tercera división, nos obliga la Constitución a presentar el balance, es como si a los forzados de Dragut, además del remo y de la cadena, se les obligara a transportar el pescado. Los obligados a tan sagrado menester del Balance, sin trampa ni cartón, son los gobernantes y solamente a ellos cabe inculpar de incompetencias, de errores o de malversaciones. Porque, tal vez, quizá, el único error que cabe atribuirnos a los demás es no haber acertado, naciendo en este tiempo tan confundidor ni en este campo. Si estos esclarecidos señores, elevados a tan altos estrados, por una sola siquiera, declararan lo que de verdad sucede, lo que influye ciertamente en nuestras vidas y de lo que depende nuestro futuro, sin buscar subterfugios, ni manipular el idioma, ni instalarse en los Cerros de Úbeda, nos encontraríamos con balances realmente alarmantes. Porque resultará que casi nada de lo que se nos impone como artículo de fe política se ajusta a la razón y a la verdad. «Te conozco, bacalao, aunque vengas disfrazao», dicen los ancianos de la tribu. Y sería bueno que estos estadistas establecidos, abandonando los juegos falaces de la retórica electoralista se atrevieran a declarar la verdad y sólo la verdad sin buscar las consabidas tres patas del gato para atribuirle las causas de los males que nos atribulan. Porque el balance que el común de vecinos compruebe no es el feliz y venturoso que se nos obliga a tragar, sino todo lo contrario. Y ni es justo, ni es lícito, ni es ético que los señores de los estrados se dediquen a colocarnos a los míseros e infelices el resultado de sus muchas torpezas. Porque no digamos que el error es un privilegio perfectamente atribuible a quienes gobiernan, porque también el gobernante tiene derecho a equivocarse. Lo que ya no es tolerable es que estos ínclitos varones y estas estupendas muchachas elevadas al rango de gobernadores de nuestras vidas, cuando se equivocan, cuando tuercen y retuercen los términos del discurso para ocultar incompetencias y perversidades, se cargue el tantísimo de culpa sobre los sufridos y doloridos hombros de los pobres del mundo.