Diario de León
Publicado por
FRANCISCO SOSA WAGNER
León

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VAGAR ENTRE LOS libros siempre merece la pena. Se topa el curioso por ejemplo con las reflexiones sobre las estaciones de ferrocarril y el mito que las envuelve desde que empezaron a ser construidas, más o menos desde los años treinta o cuarenta del siglo XIX. Mito de progreso, no del progresismo de caseta de feria que sufrimos, del auténtico, pues el tren, entre silbatos, arrancadas asmáticas y humos sucios, abatía fronteras y esto -abatir las fronteras y saber que hay vida más allá del techo del establo- disipa las nieblas del entendimiento. Cuando en Italia empezaron a trazarse los tendidos ferroviarios, el papa Gregorio XVI, que albergaba convicciones muy firmes, se apresuró a prohibir su penetración por el territorio de los Estados pontificios: sabía muy bien que por ahí se colaban las ideas liberales y que se empezaba por comprar un billete para ir a Frascati y se acababa incumpliendo el precepto pascual. Ahora las estaciones ferroviarias son bonitas pero los funcionarios antiguos preferimos la elegancia vaga de las clásicas, aquellas donde se ideaban asesinatos aseados y cinematográficos. O robos espectaculares como los del tren de Glasgow o el expreso de Andalucía por citar uno bien familiar. Muchos sabemos que una de las funciones del tren ha sido siempre ser asaltado. Es más: pienso -y conmigo están las personas juiciosas- que el tren fue inventado por unos delincuentes que se aburrían de tanto asaltar caravanas en el lejano Oeste y a tipos que iban a caballo por los caminos del Rey, siempre con el arcabuz a mano. Se dijeron una tarde, cuando padecían un tedio de filigrana: ¿no será mejor inventar el tren que, aunque correrá más, solo llevará viajeros afeitados y sin otra defensa que un crucigrama? A estos hombres beneméritos se debe que podamos ir hoy a Cercedilla o a Mieres comiéndonos tranquilamente un bocadillo de salchichón y leyendo el ¡Hola! Luego ya vinieron las originalidades fecundas hasta llegar al Orient Exprés, que hacía un larguísimo recorrido por toda Europa, únicamente para cumplir su misión histórica de servir de escenario al magnífico asesinato ideado por Agatha Christie en el que se dan cita siete u ocho personas, cada uno con su agravio particular y sus cumplidas razones para asestar una puñalada a un prójimo que dormía en un coche-cama. Siete u ocho puñaladas inolvidables, grandiosas, a las que faltó tan solo un brioso solo de violín. ¡Ah, el coche- cama, finura de finuras, pura ambición en sus aparentes humildades! Y aquel vagón-restaurante, donde se servían comidas positivas, forjadas por las manos mimosas de cocineros empedernidos, la época anterior al descubrimiento de esa grosería que llaman catering, compendio de todas las desesperanzas de las gentes de bien. Recuerdo que, apenas cumplidos los veinte años, bajé por primera vez en la estación de Stuttgart y lo primero que hice, como carpetovetónico observante que era, fue entrar en un cine «porno». Entre las secuencias de la película había un coito, un coito circense, deslumbrante. Pues bien, al término del cual se oyó una voz, en recio español, que exclamó: ¡vaya polvo! Esta es otra de las ventajas de las estaciones de ferrocarril: la posibilidad que brindan de oír expresiones castizas en el corazón de Alemania. El verano pasado, ya con unos años de propina en el cuerpo, bajamos mi mujer y yo en la estación de Leipzig procedente de Weimar, ambas paradas legendarias. La primera es imponente, aunque ahora está llena de tiendas estrambóticas y de restaurantes chinos donde, según leí, se habían servido parientes troceados de los propietarios metidos en rollos de primavera. Parientes de confianza, tampoco era para alarmar: un primo entrañable o algo similar. La de Weimar fue la que hizo exclamar a Goethe, a la hora de su muerte, no aquella cursilada que se le imputa, «luz, más luz», sino «tren, un tren para viajar a la estación término». En las estaciones de ferrocarril están colgados los horarios de nuestras ilusiones.

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