El socialista sentimental

VARIAS GUERRAS Y PAÍSES, varios traslados forzosos, varias lenguas, muchos libros y ningún Dios verdadero... Hace ya más de un siglo del nacimiento de alguien que fuera a la vez un escritor, una víctima y un hombre excepcional: Max Aub. Y teniendo en cuenta que se trata de un autor de culto consagrado y olvidado, sí, bueno es saber y hacer saber que hablamos de cierto hombre apasionado que, una vez, hizo algo importante por todos nosotros. Acabo de leer una documentada biografía titulada El compromiso de la imaginación que habla con rigor sobre este intelectual de apellido alemán aunque nacido en Francia, huido de allí al estallar la I Guerra Mundial, criado y casado en Valencia -España-, expulsado de nuestro país y el suyo durante la Guerra Civil y sufridor de por vida. En 1937 se estableció en París y allí permaneció hasta que llegó la II Guerra Mundial y, debido a su origen judío-alemán por parte de padre, los nazis lo recluyeron en el campo de concentración de Venet, primero, y luego en un campo de confinamiento argelino. Al ser liberado de ese infierno iría a México donde residiría hasta su muerte. Entre otras cosas en el exilio escribió seis novelas sobre la Guerra Civil agrupadas con el título genérico de «El laberinto mágico». Igual que César Vallejo nos llevaba en la sangre. Sí, siempre añoró Valencia y siempre sufrió por España pues, como él mismo decía, «uno es de donde hace el bachillerato». Existe una dignidad que sólo conocen los vencidos, claro, pero a pesar de eso nuestro autor no pudo quitarse nunca de encima la profunda decepción. Normalmente un narrador es capaz de mirar a la gente con la seguridad de quien sabe contar la vida a su manera pero Max Aub, que había llorado de rabia en varias guerras y países, observaba a la gente con ternura de expatriado a través de sus lentes redondas: las circunstancias habían hecho de él un humanista compasivo. Gritaba. Era un activista de las ideas luchando a pie de obra. Un ser humano apasionado fumando en pipa como quien apura la vida que le queda. Un inconformista, sí, pues la rebeldía útil de un escritor, como él bien sabía, consiste en no callar. Ése es aún su vigente mensaje. Max Aub hablaba castellano con acento francés como diciendo siempre más de lo que decía. Murió lejos de todo dejándonos una obra conmovedora -novelas, obras de teatro, guiones de cine, poemas... - que se ha convertido en resumen y moraleja de un momento histórico, de una ideología y de una forma limpia, igualitaria, libertaria, laica, compasiva y verdaderamente progresista de entender el mundo. Repasar la vívida literatura y la existencia de Max Aub se ha vuelto aún más importante últimamente porque en este país olvidadizo -observen sino lo que se está diciendo en Salamanca con impertinente demagogia sobre su Archivo o botín de guerra- ya pocos recuerdan o conocen con exactitud de dónde venimos, pero todos creen vislumbrar a dónde vamos. De entre sus novelas recomendamos ahora pues una áspera, miscelánea y tan lúcida e ideológicamente cargada que pone los pelos como escarpias. Narra, a modo de asombrado diario, la última visita que nuestro autor hizo a España, y se titula La gallina ciega . Desde 1982 hasta hoy en este país la izquierda moderna, realista y posible se ha acordado muchas veces de Antonio Machado y de María Zambrano, pero sería justo y hermoso volver a recordar y citar a Max Aub, a ese novelista de expresión prodigiosa y cuya ficción está repleta de pensamiento, a ese hombre incuestionable cuya vida integró dedicación y compromiso en altas dosis. Fue un escritor que no escribió para sí mismo sino para nosotros, nuestros padres y nuestros hijos. Un constante manifestante en pro de la memoria histórica, de la ética de la resistencia y de la verdad política. Max Aub, ese valiente visionario, ciertamente nos enseña que existe una responsabilidad de la imaginación, y por eso hoy y siempre quiero terminar con una de sus frases: «No tengo derecho a callar lo que he visto por escribir lo que invento».