Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

¿Ruido de sables?

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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YO NO CREO que lo que escuchamos sea ruido de sables. Pienso que se puede tratar de un incumplimiento, del olvido de alguna de aquellas reglas que se nos imponían así que nos encontrábamos a la puerta del cuartel. Aparecía el sargento instructor y colocándonos en fila, perfectamente alineados, nos explicaba: «Os disponeis a practicar un género de vida que no tiene por qué presentar el aspecto de la vida civil que abandonais. Aquí, a la puerta de este cuartel debeis dejar colgadas todas las opiniones que sin duda habréis podido elaborar a lo largo de vuestra vida de paisanos». Y lo de «opiniones» solía traducirse a lo cuartelario por «cojones», que era lo que en verdad debiéramos olvidar mientras estuviéramos sujetos a las Ordenanzas. Y nosotros, los quintos del 28, pese a nuestra incómoda posición de firmes, procurábamos cumplir con los deberes que se nos imponían y nos metíamos las opiniones en los adentros, callando y obedeciendo. Algo parecido debió suceder cuando el Excelentísimo Señor Don José Mena Aguado, pisó por vez primera las losas castrenses de la academia. Y su fidelidad a los principios, la obediencia debida respetada hasta el máximo y la capacidad para ejercer la gran misión de la milicia, defensa de las leyes del pueblo, que para el pueblo fueran pronunciadas elevaron la anécdota humana que representaba a categoría profesional superior, alcanzando al cabo de cuarenta años de servicios a la Patria, el altísimo grado de Teniente General del Ejército Español y General Jefe de la Fuerza Terrestre. Y desde esta cresta castrense se permitió la licencia de opinar sobre política. ¡Mala cosa! Los militares (parece ser la doctrina) no deben meterse en política. Ya lo dijo Franco, que sabía cómo había que jugar cuando aconsejaba a alguno de sus acusados «que no se metieran en política, como hacía él». A Franco el embite le salió bien y se acomodó al poder por todos los años que le quedaban de vida. A Don José Mena Aguado no. Ni al General Pavía que opinaba desde el caballo invasor, ni a Tejero, pistola en mano. Al señor Mena le cogió el toro por la taleguilla y le dio un revolcón. Fue cesado, recluido en su domicilio y puesto en tela de juicio público «en aplicación del artículo octavo de la Constitución de las Fuerzas Armadas». Esta vez los mecanismos oficiales funcionaron, enmendando la torpeza con que en España se ensayaban esas maniobras y e Mena Aguado será sometido a lo que las leyes determinen. Pero ¡ay! quedará entre los legajos de la historia, aquella página que seguirá inédita para siempre, en la cual se explican las razones o sinrazones del discurso del general. ¿Qué quiso decir exactamente? ¿Hasta dónde puede sernos permitido conocer cuáles pudieron ser los fundamentos que movieron su comportamiento? ¿Habrá pasado de nuevo por encima de nuestras cabezas la tremenda amenaza de una nueva «militarada»? Desde nuestra condición de paisanos irremediables permítasenos declarar que tuvimos miedo otra vez, que tenemos miedo, siempre que un general opina. ¡Qué tenemos miedo siempre!

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