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Publicado por
FRANCISCO SOSA WAGNER
León

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LA FELICIDAD TIENE muchos rostros y se presenta de manera proteica ante los humanos que la toman y la disfrutan según habilidades, climas, paisajes y demás. En el pasado andaba asociada a la fecundidad porque de ella dependía la supervivencia: la tierra había de ser fecunda para sacar un tomate de ella y la mujer había de ser fecunda para que los hijos labraran esa misma tierra cuando las fuerzas físicas de los padres desfallecieran. Era el ciclo mismo de la vida el que estaba asociado a la fecundidad/felicidad. Para el cristianismo, la felicidad definitiva está ligada a la visión beatífica, sin la que es impensable la vida eterna, así en san Pablo, en san Juan, en la patrística o en la escolástica. La felicidad, se ha repetido, es asunto del pasado. Hemos sido felices pero difícilmente somos felices: recordamos un pasaje de nuestra vida con Purita, junto al mar, o unas francachelas con los amigotes, y encendemos así una vela a la nostalgia de un pasado feliz, real o inventado, porque cuando los vivimos no éramos conscientes de que en ese preciso momento estábamos encapsulando la felicidad, metiéndola en un comprimido para regurgitarla en momentos posteriores. La felicidad tiene por ello algo de rumia del pretérito y está emparentada con los suspiros y anhelos, con los sueños insatisfechos y con las juergas que pudieron ser pero, ay, no fueron. Hay otra forma de felicidad que es la de disfrutar de las pequeñas cosas del momento y agrandarlas en nuestros desagües interiores hasta convertirlas en momentos plenos de satisfacción. Leer un libro cuyo contenido no haya sido ideado por un pelmazo, especie frecuente entre los plumíferos, o ver un cuadro, a ser posible de los antiguos, pongamos de un holandés del XVII, todo esto puede convertirse en una fuente intransferible de felicidad. Pero también lo es tomarse un bocadillo de sobrasada o de anchoas, bien chorreandito de aceite, o una empanada gallega rellena de seres marinos convertidos en adorables fiambres. Por eso decía que la felicidad adopta muchos rostros, como una figura del Carnaval que es el mundo. Y también cambia con los tiempos porque hoy día prolifera el bípedo que es feliz con esos objetos estrambóticos que ofrece la postmodernidad, rica en presentar toda suerte de excentricidades. Hay hasta quien es capaz de encontrar la felicidad en una comida deshuesada, desvitaminada y escorbútica de un establecimiento Mac Donald. Ahora bien, hoy la felicidad más cabal está ligada al mundo financiero y bursátil. Por increíble que parezca, estos mundos, aparentemente hoscos, son hoy la concha que acoge sus formas más sublimes. No me refiero a la que puede experimentar el gran banquero, con su puro y su alfiler de oro dispuesto para perforar al vecino de asiento del Consejo de Administración, ni a quien enciende los sueños de su codicia pensando en las familias que tiene aherrojadas con la soga de la hipoteca; no, me refiero a una figura que puede ser humilde pero que representa la imagen de la felicidad chachi. Se trata del accionista de empresa «opada», más cortejado que una señorita andaluza de las que salen en las novelas de don Juan Valera y de él para acá. Este sujeto se puede permitir hacer mohines y componer dengues y melindres finos, porque sabe que todo le estará permitido. Le perseguirán fuerzas nacionales y empingorotados personajes extranjeros, le agasajarán, le obsequiarán, todos empeñados en doblar su voluntad haciendo tintinear ante sus ojos la bolsa de los dineros, pérfidos, golosos, soñados. Claro es que se trata de una situación transitoria pero, ya lo hemos visto, ¿qué felicidad no lo es? Por eso el accionista opado debe alargar cuanto pueda su envidiable condición jugando a fondo el juego del cortejo: ahora quiero, ahora no quiero, me pirro por el derecho de tanteo, te lo doy, no te lo doy, mira que es la primera vez, ¿dónde va a quedar mi pudor? Y así seguido: ¡es tan fácil hacer de la inquietud del opante la felicidad del opado ...!

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