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EL PULSO Y LA CRUZ

La parábola de los hermanos

Publicado por
ANTONIO TROBAJO
León

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EN estos días -como no puede ser menos- los pulsos de los seguidores de la cruz están sincronizados con los de todos -¿serán todos, todos?- los demás ciudadanos de esta España nuestra: nos preocupa este «alto el fuego permanente» de ETA, que es una paz trabada con hilvanes. Y porque nos preocupa, nos ocupa: diálogos, escritos, pensamientos y, sobre todo, oraciones. Por aquello de los profetas: «Todos gritan: 'Ya está aquí la paz'. Y la paz no llega». Porque la paz es mucho más -dónde vamos a parar- que el silencio de las metralletas. Es convivencia pacífica entre las civilizaciones, es desarrollo acorde con la dignidad humana, es justicia en la distribución de bienes, es sintonía en unos objetivos liberadores, es buena llevanza entre ideologías, profesiones y vecinos, es concordia en el seno de las familias, es tener un corazón desarmado de odios y rivalidades, es vivir en sosiego con uno mismo, es tener buena salud física y psíquica y espiritual. O sea, que es el paraíso reencontrado. O una nueva Jauja, como usted quiera. En definitiva, es la llegada a nuestra historia del Reino de Dios. Ahí me han dado. Ésa es la paz que espero. Antes de más, una felicitación, a todos, por los 400 años del tránsito de aquel gigante que fue Toribio de Mogrovejo; otra para el «cura» Saturnino Escudero, que cumplió ayer mismo cien años de edad. Y ahora otra historia. Que es parábola o así. Érase una vez una familia numerosa. Algunos de los hijos estaban bien situados; otros, por cosas de la vida, sufrían diversas necesidades, algunas de ellas graves: falta de pan, escasa formación intelectual y, sobre todo, alejamiento de las convicciones y de los principios morales que siempre habían sido los propios de aquel hogar. Necesitaban la ayuda material perentoria y la cercanía comprensiva de sus demás hermanos y parientes. Su situación preocupaba, y mucho, al padre y a la demás parentela. Y sucedió que dos de los hermanos, que se suponía bien integrados, casi al mismo tiempo montaron en cólera frente a otros dos. Éstos últimos -uno de ellos, venido de lejos-, prácticamente sin comerlo ni beberlo, se encontraron con las iras de sus otros dos allegados. Las razones de las tensiones podían haberse zanjado a tiempo. Hablando. Discurriendo. Entrando en razón. Pero no. No valieron aclaraciones, confesiones públicas de buena voluntad y hasta mediaciones directas del padre y de otros hermanos, vamos a llamar mayores. Nada de nada. Cada uno se encerró en sus planteamientos. Que resultaron no sólo ser inamovibles, sino hasta relativamente violentos, ya que no faltaron voces, pancartas, insultos en páginas web, panfletos callejeros... Parece ser que a las manos no llegaron -la cosa estuvo en un trís-, tal vez por eso de que «si uno no quiere, dos no riñen». Así estuvieron las cosas por días y días. No se veía el fin de la contienda. Los hermanos contra quienes iba la tarascada aguantaban, callaban... y hasta se planteaban dejar libre el campo, de cara a un bien mayor. Lo cierto es que todos en esta familia estaban contrariados: el padre, los mismos hermanos, el resto de los parientes y hasta los vecinos. Acaso los menos afectados fueran los que padecían necesidades; bastante tenían con andar a lo suyo. Tristemente resultó que hasta alguno de éstos se alegraba de la existencia de la trifulca. Así estaban las cosas. Mientras seguían las tensiones, no había tiempo ni humor para echar una mano a quienes lo necesitaban. Ellos eran, en último término, los más perjudicados. Se me olvidaba añadir que los hermanos enfrentados unos vivían en un barrio periférico de la capital y otros en una localidad del Páramo bajo. Y conste que no es una parábola de buenos y malos. Como cualquier parábola bíblica, ésta también tiene las que se llaman «extravagancias», o sea, datos o afirmaciones que no cuadran con la realidad de la que quiere ser ejemplificación. Por eso, no me hagan exégesis exageradas. Quédense, por favor, con el mensaje central. Que, por cierto, tiene un valor mucho más universal, en extensión y en temporalidad, que la simple lectura localista y coyuntural. Y, si les parece oportuno, saquen la moraleja adecuada. Que nos vendrá bien a todos. Creo.