CRÉMER CONTRA CRÉMER
Saber beber
ESTAMOS CONVENCIDOS de que en España, de que los españoles, pecamos de pretenciosos: Aparecemos en la Historia como genios de la estrategia y cuando creemos que en la batalla que nos disponemos a librar está nuestra gloria y nuestra prosperidad, resulta que nuestras intrépidas escuadras o chocan contra las rocas inglesas de Dover o se nos destempla el tambor de Calatañazor (que fue, según dicen, donde Almanzor perdió el tambor). Alardeamos de conocer como ninguna otra especie la delicadeza de la mujer, su frágil belleza y la necesidad de defenderla contra viento y marea, como se canta en «Gigantes y Cabezudos», y resulta que el capítulo de crímenes nefandos contra la mujer, en forma de violencia doméstica, cubren el índice más copioso del martirologio civil de nuestra hora. Raro es el día del año, haga sol o caigan ciclones que el Noticiero español no registra alguna tropelía llevada a cabo por algún cafre en forma de macho leninista, en que no se haya consumado uno de esos atropellos en los cuales se sacrifica, como en la fiesta nacional, lo más noble: La Mujer y el Toro. Ahora nos vemos en la lamentable necesidad de tener que confesar nuestra estulticia, ante una de las ceremonias de más solera de todo el registro nacional: La Bebida. No sabemos beber, como no sabemos gozar ni ejercer la buena música: Todo lo hacemos gritando, como si con gritos y aspavientos quisiéramos espantar a nuestros fantasmas tradicionales. ¿Qué español que se precie algo, aunque sea poco, no alardea de conocer, de entender los vinos que la pródiga y hermosa tierra de España nos proporciona?... Así que se anuncian en los carteles festivos de la Península la llegada de una fiesta, de una conmemoración, de un ejercicio provechoso o de un título alcanzado en noble competición corremos como locos a «celebrarlo». Y por tal se entiende que nos disponemos a ponerlo de vino hasta la raíz del pelo. Y todos juntos en unión, como los requetés o en grupos seleccionados, nos reunimos en calles, en plazas, bajo teja o al pie de un árbol florido y nos damos al botellón, al calimocho, a la combinación gloriosa del orujo y el tinto de garrafón. El resultado es la culminación del genio de la raza: Somos los más y los mejores y no hay nadie que nos gane a endosar vinarro y lógicamente a perder el poco juicio del que disponemos para salir vencedores de una de las competiciones más estúpidas que se le pudieran ocurrir al género humano: la Consagración del rito del botellón como demostración de la capacidad de la juventud para imponer su real gana de hacer tristemente el idiota. Porque no es científicamente cierto que el botellón sea una experiencia para imponer ideas ni para divertirse. Porque la diversión es consecuencia de un despacioso conocimiento de las cosas que pasan y de la inteligencia lo bastante sensible y clara como para no confundir el divertimiento razonable y la imitación del burro aburrido.